**El Perdón y la Humildad: Una Historia Basada en Mateo 18**
El sol comenzaba a declinar sobre las colinas de Galilea, pintando el cielo de tonos dorados y púrpuras. Jesús, rodeado de sus discípulos, se sentó a la sombra de un olivo antiguo, cuyas ramas se extendían como brazos protectores. Los hombres que lo seguían estaban inquietos, pues habían estado discutiendo entre sí acerca de quién sería el más grande en el reino de los cielos.
Al percibir la tensión, Jesús llamó a un niño que jugaba cerca y lo colocó en medio de ellos. El pequeño, con sus ojos brillantes y manos manchadas de tierra, miró con curiosidad a aquellos hombres barbudos. Jesús, con voz serena pero firme, dijo:
—En verdad os digo, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. El que se humilla como este niño, ese es el mayor en el reino.
Pedro, siempre impulsivo, frunció el ceño.
—Maestro, ¿y si mi hermano peca contra mí? ¿Cuántas veces debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces?
Jesús lo miró con ternura, pero su respuesta fue sorprendente.
—No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete.
Los discípulos se miraron entre sí, asombrados. Setenta veces siete era un número que simbolizaba una misericordia sin límites. Para ilustrar su enseñanza, Jesús comenzó a contar una parábola:
—Por eso, el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos.
**La Parábola del Siervo Despiadado**
Había una vez un rey poderoso que decidió examinar las deudas de sus siervos. El primero en presentarse fue un hombre que le debía diez mil talentos, una fortuna imposible de pagar. El rey, siguiendo la ley, ordenó que el hombre, su esposa y sus hijos fueran vendidos como esclavos para saldar la deuda.
El siervo cayó de rodillas, su rostro bañado en lágrimas, y suplicó:
—¡Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo!
El rey, conmovido por su angustia, sintió compasión. No solo lo liberó, sino que le perdonó toda la deuda. El hombre salió del palacio, aliviado, pero al poco tiempo encontró a un compañero que le debía cien denarios, una suma insignificante en comparación. Lo agarró por el cuello y lo estranguló, gritando:
—¡Págame lo que me debes!
El compañero, temblando, se arrodilló y repitió las mismas palabras que él había dicho al rey:
—Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.
Pero el siervo perdonado no quiso escuchar. Lo arrojó a la cárcel hasta que pagara. Otros siervos, testigos de tal crueldad, fueron y contaron todo al rey.
El soberano, con el rostro oscurecido por la ira, llamó al hombre y le dijo:
—Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu compañero, como yo la tuve contigo?
Y, en su furor, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que debía.
Jesús terminó la historia y fijó su mirada en cada uno de sus discípulos.
—Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano.
**La Enseñanza que Cambió sus Corazones**
El silencio se extendió entre ellos. El viento susurraba entre las hojas del olivo, como si la misma naturaleza reflexionara sobre aquellas palabras. Pedro bajó la cabeza, comprendiendo que el perdón no era un simple cálculo, sino un reflejo del amor infinito de Dios.
Juan, el discípulo amado, murmuró:
—Maestro, ¿cómo podemos vivir así?
Jesús sonrió y respondió:
—Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. No estáis solos. Mi Padre escucha, y yo os guiaré.
Y así, bajo el cielo crepuscular de Galilea, aprendieron que la verdadera grandeza no estaba en el poder, sino en la humildad; no en la justicia propia, sino en la misericordia. Porque el perdón no tiene límites, así como el amor de Dios no conoce fin.