**La Lámpara de Oro y los Dos Olivos**
En los días del profeta Zacarías, cuando el pueblo de Israel regresaba del exilio en Babilonia, el Señor le mostró una visión poderosa para animar a su pueblo en la reconstrucción del templo. Era una noche serena, y Zacarías, con el corazón inquieto por las dificultades que enfrentaban los constructores, se postró ante el Señor en oración. Entonces, el ángel del Señor lo despertó como a un hombre que es sacudido de su sueño.
—¿Qué ves, Zacarías? —preguntó el ángel.
El profeta alzó los ojos y contempló algo asombroso: un candelabro de oro puro, de una belleza indescriptible. No era una simple lámpara, sino una obra maestra divina, con un depósito en la parte superior y siete lámparas, cada una con siete picos que brillaban con una luz intensa y pura, como el resplandor del sol en su esplendor. A cada lado del candelabro había un olivo majestuoso, cuyas ramas se extendían hacia el depósito de aceite, vertiendo sin cesar el líquido dorado que alimentaba las llamas.
Zacarías, maravillado pero confundido, preguntó:
—Señor mío, ¿qué significa esto?
El ángel respondió con voz solemne:
—¿No lo sabes?
—No, mi señor —reconoció Zacarías, humildemente.
Entonces el ángel le explicó:
—Esta es la palabra del Señor para Zorobabel: «No será por ejército, ni por fuerza, sino por mi Espíritu, dice el Señor de los ejércitos». ¿Quién eres tú, oh gran monte? ¡Ante Zorobabel serás reducido a llanura! Él sacará la piedra principal entre aclamaciones de: ‘¡Gracia, gracia sobre ella!’
Zacarías sintió un escalofrío al comprender el mensaje. El candelabro representaba al pueblo de Dios, iluminado no por esfuerzo humano, sino por el Espíritu Santo, simbolizado en el aceite que fluía sin cesar de los dos olivos. Aquellas dos ramas de olivo, le explicó el ángel, eran «los dos ungidos que están delante del Señor de toda la tierra»: Josué, el sumo sacerdote, y Zorobabel, el gobernador, ambos instrumentos escogidos por Dios para guiar a su pueblo.
El profeta recordó entonces las palabras del Señor: «Las manos de Zorobabel echarán el cimiento de esta casa, y sus manos la acabarán». Aunque los enemigos se burlaban, aunque los recursos escaseaban, la obra no dependía de la fuerza del hombre, sino del poder de Dios. El aceite de los olivos nunca se agotaría, y la luz del candelabro jamás se apagaría.
Con renovado valor, Zacarías salió a proclamar esta visión al pueblo. Les habló de la fidelidad de Dios, de que Él no abandonaría la obra de sus manos. Los constructores, al escuchar esto, tomaron fuerzas y continuaron con celo, sabiendo que el Todopoderoso estaba con ellos.
Y así, el templo se levantó, no por la sabiduría de los hombres, sino por el aliento del Espíritu. La lámpara de oro seguía brillando, recordando a todos que la verdadera provisión viene de lo alto, y que los siervos de Dios son sostenidos por su gracia infinita.
Y hasta el día de hoy, esta visión permanece como testimonio: no es la fuerza, ni el poder, sino el Espíritu de Dios el que lleva a cabo sus propósitos eternos.