Biblia Sagrada

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**El Voto de Sarai: Una Historia de Fidelidad y Promesa**

En los días en que Israel acampaba en las llanuras de Moab, a las puertas de la Tierra Prometida, había una joven llamada Sarai, hija de un levita llamado Eleazar. Sarai era conocida en su tribu por su corazón devoto y su deseo de consagrarse completamente al Señor. Una noche, mientras contemplaba las estrellas que cubrían el desierto como un manto divino, sintió un llamado en su espíritu.

—Padre —dijo Sarai al día siguiente, arrodillándose ante Eleazar—, el Señor ha puesto en mi corazón hacer un voto solemne: durante un año, no beberé vino ni ningún producto de la vid, y me consagraré en oración y ayunos intermitentes, para que el Altísimo guíe nuestros pasos hacia la tierra que nos prometió.

Eleazar, hombre piadoso y conocedor de la Ley, recordó las palabras que Moisés había transmitido de parte de Dios, según lo escrito en el libro de Números, capítulo treinta: *»Si un hombre hace un voto al Señor, o jura bajo juramento una obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca.»* Pero también sabía que, según la misma Ley, si una mujer joven que aún vivía en casa de su padre hacía un voto, este podía ser confirmado o anulado por él.

—Hija mía —respondió Eleazar con solemnidad—, tu deseo es noble, pero el camino del voto no es ligero. Si lo apruebo, estarás atada a él como una cadena de honor ante Dios. Pero si callo hoy y mañana te arrepientes, mi silencio lo ratificará.

Sarai, con firmeza en la voz, respondió:

—Padre, no es un impulso pasajero. He meditado en esto, y mi alma anhela cumplirlo.

Eleazar, viendo la determinación en sus ojos, asintió.

—Sea pues. Tu voto es válido, y yo, como cabeza de esta casa, lo sostengo. Que el Señor te fortalezca.

**La Prueba de la Fe**

Los primeros meses fueron de fervor. Sarai se levantaba antes del alba para orar, evitaba toda fiesta donde se sirviera vino y dedicaba horas a meditar en las Escrituras. Sin embargo, al sexto mes, las pruebas llegaron. Una sequía azotó la región, y el agua escaseaba. La sed era constante, y la tentación de romper su voto crecía. Una tarde, su prima Noemí le ofreció un poco de mosto, un jugo dulce de uva recién exprimido.

—Sarai, solo un sorbo —rogó Noemí—. No es vino fermentado, y tu cuerpo necesita fuerzas.

Por un instante, Sarai dudó. Su garganta ardía, y el líquido fresco parecía un regalo del cielo. Pero entonces recordó las palabras de su padre y el juramento que había hecho.

—No, Noemí. Mi voto no era solo sobre el vino, sino sobre todo producto de la vid. Si lo quebranto, no solo faltaré a mi palabra, sino a la confianza que mi padre depositó en mí.

Noemí, conmovida, asintió y guardó el recipiente.

**El Cumplimiento de la Promesa**

Al final del año, Sarai había mantenido su promesa sin falta. En una ceremonia íntima, Eleazar la bendijo ante el tabernáculo, agradeciendo a Dios por su fidelidad.

—Hoy se cumple tu voto, hija mía —dijo—. Y porque no lo quebrantaste, el Señor honrará tu obediencia.

Y así fue. Poco después, cuando Israel cruzó el Jordán, Sarai se casó con un hombre de la tribu de Judá, y su hogar fue prospero. Años más tarde, contaría esta historia a sus hijos, enseñándoles que *»mejor es no prometer, que prometer y no cumplir»* (Eclesiastés 5:5).

Y así, en medio de un pueblo que aprendía a vivir bajo la Ley, la fe de Sarai brilló como un recordatorio: que los votos hechos a Dios son sagrados, y que su fidelidad sostiene a quienes lo honran.

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