**El Año del Jubileo: Una Historia de Redención y Esperanza**
El sol comenzaba a ascender sobre las colinas de Judá, bañando los campos de trigo y cebada con una luz dorada. Era un amanecer como cualquier otro, pero en el corazón de los israelitas, algo extraordinario se avecinaba. Habían pasado cuarenta y nueve años desde la última gran celebración, y ahora, en el quincuagésimo año, el sonido del shofar resonaría por todo el territorio, anunciando el inicio del *Yobel*, el Año del Jubileo.
En la pequeña aldea de Bet-el, un hombre llamado Eliab se encontraba arrodillado en su parcela de tierra, sus manos ásperas acariciando la tierra seca. Había trabajado esa tierra desde que era un niño, pero ya no le pertenecía. Años atrás, una sequía devastadora lo había obligado a venderla a un hombre rico de Jerusalén para alimentar a su familia. Aunque la Ley permitía la venta de tierras en tiempos de necesidad, también establecía que, en el año del Jubileo, toda propiedad debía ser devuelta a su dueño original.
—Padre, ¿hoy es el día? —preguntó su hijo menor, Yahel, con ojos llenos de esperanza.
Eliab asintió con solemnidad. —Sí, hijo. Hoy los sacerdotes tocarán el cuerno, y la tierra descansará. Hoy, lo que perdimos nos será restituido.
Mientras tanto, en Jerusalén, el sumo sacerdote Josué se preparaba para el momento sagrado. Vestido con sus ropas ceremoniales, el pectoral brillando con las doce piedras de las tribus, alzó el shofar hacia el cielo. El pueblo se congregó en el atrio del Tabernáculo, sus corazones palpitando al unísono. Con un soplo poderoso, el sonido del cuerno de carnero retumbó como un trueno, extendiéndose por los valles y montañas.
—¡Proclamad libertad en la tierra a todos sus moradores! —declaró Josué, citando las palabras de Moisés. —¡Este es el año del Jubileo!
En las ciudades y aldeas, las reacciones fueron diversas. Algunos, como Eliab, lloraron de alegría, sabiendo que sus tierras les serían devueltas. Otros, como el mercader Adonías, quien había acumulado grandes extensiones de terreno, fruncieron el ceño. Pero la Ley era clara: la tierra pertenecía a Dios, y los israelitas eran solo sus mayordomos.
—No es justo —murmuró Adonías mientras observaba a los antiguos dueños reclamar sus heredades.
Un levita que pasaba por allí lo miró con sabiduría. —¿Acaso no fuiste tú quien se benefició de su desgracia? El Jubileo nos recuerda que nada es nuestro para siempre. Dios es el verdadero dueño de todo.
Mientras el año avanzaba, la tierra descansaba. No se sembraba, no se cosechaba. En cambio, las familias se reunían, compartiendo historias de cómo Dios los había sustentado en el desierto. Los esclavos hebreos eran liberados, las deudas perdonadas. Era un tiempo de restauración, un anticipo del Reino de Dios, donde toda lágrima sería enjugada y toda injusticia corregida.
Al caer la noche, Eliab y su familia se sentaron en el umbral de su hogar, ahora de nuevo en sus manos. El aire olía a tierra húmeda y a hierbas silvestres.
—Padre, ¿volverá a venir el Jubileo? —preguntó Yahel.
Eliab sonrió. —Cada cincuenta años, hijo. Porque nuestro Dios es un Dios de segundas oportunidades.
Y así, bajo un cielo estrellado, el pueblo de Israel recordó una vez más que, aunque la vida era dura y la justicia a veces parecía lejana, el Jubileo era la promesa divina de que un día, toda esclavitud terminaría, toda deuda sería cancelada, y toda tierra sería redimida.