**La Intimidad de Moisés con Dios**
El sol comenzaba a descender sobre el desierto, tiñendo las dunas de tonos dorados y rojizos, mientras el campamento de Israel se extendía como un mar de tiendas bajo el vasto cielo. Moisés, con el rostro aún marcado por la angustia reciente, caminaba lentamente hacia la Tienda de Reunión, aquel lugar sagrado fuera del campamento donde solía hablar con el Señor. El peso de su liderazgo lo abrumaba; el pueblo había pecado gravemente al adorar el becerro de oro, y aunque el juicio de Dios había caído, la relación entre el Señor y su pueblo se había fracturado.
Desde que el Altísimo le dijera: *»Sube de aquí, tú y el pueblo que sacaste de Egipto, a la tierra de la cual juré a Abraham, Isaac y Jacob… pero yo no subiré en medio de ti, no sea que te consuma en el camino»*, Moisés no había conocido paz. ¿Cómo podrían avanzar sin la presencia divina? ¿Qué sería de ellos sin Aquel que los guiaba de día con la columna de nube y de noche con la columna de fuego?
Al llegar a la Tienda, Moisés se detuvo un momento, respirando hondo. El aire era denso, cargado de solemnidad. Levantó la entrada de lona y entró. En cuanto lo hizo, la nube gloriosa del Señor descendía y se posaba sobre la entrada, mientras el pueblo, desde lejos, observaba con reverencia. Cada israelita permanecía en pie frente a su propia tienda, inclinándose en adoración al ver la manifestación divina.
Dentro de la Tienda, Moisés se encontraba cara a cara con el Invisible. No había imágenes, ni formas, pero la presencia de Dios llenaba el lugar con una intensidad casi palpable.
—*Señor* —comenzó Moisés, con voz temblorosa—, *tú me has dicho que guíe a este pueblo, pero no me has revelado a quién enviarás conmigo. Dijiste: «Te he conocido por tu nombre, y has hallado gracia ante mis ojos». Si en verdad he hallado gracia en tu presencia, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca y halle gracia ante ti. Considera que esta nación es tu pueblo.*
El silencio que siguió era denso, como si el tiempo mismo se detuviera. Entonces, la voz del Señor resonó, no como un trueno, sino con una calma que penetraba hasta el alma:
—*Mi presencia irá contigo, y yo te daré descanso.*
Pero Moisés, en un acto de audacia santa, no se conformó. Sabía que sin la presencia de Dios, todo sería en vano.
—*Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos hagas partir de aquí* —rogó—. *¿Y cómo se sabrá que he hallado gracia ante tus ojos, yo y tu pueblo, sino es porque vas con nosotros? Así seremos distinguidos, yo y tu pueblo, entre todos los pueblos que hay sobre la tierra.*
Dios escuchó la súplica de su siervo.
—*También haré esto que has dicho, porque has hallado gracia ante mis ojos y te he conocido por tu nombre.*
Entonces, Moisés, impulsado por un anhelo aún más profundo, hizo una petición que pocos se atreverían a pronunciar:
—*Te ruego que me muestres tu gloria.*
El Señor respondió con una mezcla de advertencia y promesa:
—*Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti… Pero no podrás ver mi rostro, porque no me verá hombre y vivirá.*
Dios le indicó que subiera al monte Sinaí al día siguiente, donde lo colocaría en la hendidura de una roca y lo cubriría con su mano mientras su gloria pasaba. Solo después de que Él hubiera pasado, Moisés podría ver su espalda, pero no su rostro.
Al salir de la Tienda, el corazón de Moisés ardía. Aunque el camino por delante era incierto, una certeza lo sostenía: el Dios de Israel, el Todopoderoso, no los abandonaría. Su presencia sería su guía, su protección y su mayor tesoro.
Y así, mientras las estrellas comenzaban a brillar sobre el desierto, Moisés supo que, a pesar de la rebelión del pueblo, a pesar de sus propias dudas, el Señor seguía siendo fiel. Porque más valiosa que cualquier tierra prometida era la presencia misma de Aquel que lo llamaba amigo.