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**El Justo Clama y el Señor Escucha**
En los días antiguos, cuando las sombras de la maldad parecían alargarse sobre la tierra, había un hombre llamado Eliab, quien habitaba en una aldea humilde al pie de los montes de Judá. Era un hombre piadoso, de corazón recto, que meditaba día y noche en la ley del Señor. Sin embargo, a su alrededor, los impíos prosperaban como hierba silvestre, y su maldad se extendía como un fuego devorador.
Uno de ellos, un hombre llamado Sorek, era poderoso en la región. Rico en posesiones pero pobre en virtud, pisoteaba a los débiles y se burlaba de los justos. Sus palabras eran veneno, y sus acciones, como espadas afiladas contra los inocentes. Decía en su corazón: *»No hay Dios. El Señor no ve, no castiga. ¿Quién me pedirá cuentas?»* Y con esta arrogancia, tendía trampas a los pobres, se escondía en las sombras para arrebatarles lo poco que tenían, y sus ojos brillaban de malicia al ver su sufrimiento.
Eliab, aunque temeroso de Dios, gemía en su espíritu. Cada mañana, al ver a las viudas llorar y a los huérfanos suplicar pan, su corazón se quebraba. Una noche, cayendo de rodillas en su pequeña habitación, alzó su voz al cielo:
—*»¿Por qué, oh Señor, te quedas lejos? ¿Por qué te escondes en tiempos de angustia?»*
El viento silbaba fuera de su ventana, como si el mismo cielo escuchara su clamor. Las lágrimas caían sobre sus manos callosas mientras continuaba:
—*»Los malvados persiguen a los humildes; atrápalos en las trampas que ellos mismos han preparado. Tú ves el dolor del afligido, tú conoces sus gemidos. ¡Levántate, oh Dios! No permitas que el hombre mortal se crea invencible.»*
Días después, mientras Sorek cabalgaba hacia la ciudad para vender lo robado, una tormenta repentina oscureció el cielo. Los truenos retumbaron como la voz del Altísimo, y un rayo cayó con furia, partiendo el árbol bajo el cual el malvado había buscado refugio. La rama, cargada del peso de la lluvia, se desplomó sobre él, dejándolo tendido en el polvo.
Cuando lo encontraron, su rostro, antes lleno de soberbia, estaba pálido de terror. Murió sin haber confesado sus pecados, y su riqueza se dispersó como hojas al viento. La aldea, aunque afligida por sus años de opresión, respiró aliviada.
Eliab, al enterarse, inclinó su cabeza y murmuró:
—*»El Señor es Rey por siempre. Tú, oh Dios, escuchas el deseo de los humildes; fortaleces su corazón y les haces justicia.»*
Y así, bajo el sol de la mañana, los pobres volvieron a sonreír, y los niños jugaron sin miedo en las calles. Porque el Señor no abandona a los que confían en Él, y aunque a veces parezca callar, su juicio es perfecto, y su misericordia, eterna.
**Fin.**