**El Cántico de David: Un Salmo de Gratitud y Fidelidad**
El sol comenzaba a ascender sobre las colinas de Jerusalén, bañando las piedras doradas del templo con una luz cálida y celestial. David, el rey de Israel, se encontraba de pie en el atrio del santuario, rodeado por el suave aroma del incienso que ascendía hacia los cielos. Su corazón latía con una mezcla de humildad y gozo mientras recordaba las innumerables veces que el Señor había escuchado su voz.
Con las manos levantadas y los ojos cerrados, comenzó a cantar con profunda devoción:
*»Te alabaré, oh Señor, con todo mi corazón; delante de los dioses te cantaré salmos.»*
Su voz resonaba con una convicción que solo podía nacer de una vida marcada por la adversidad y la redención. Recordaba los días en los que había huido de Saúl, escondiéndose en cuevas oscuras, y cómo, incluso allí, la presencia de Dios lo había sostenido. Ahora, como rey, no podía dejar de exaltar al Único que lo había levantado del polvo.
*»Me postraré hacia tu santo templo, y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad.»*
David se inclinó hasta tocar el suelo con su frente, sintiendo el frío de las losas bajo su piel. Sabía que no era su propia justicia lo que lo había llevado hasta ese lugar, sino la bondad inquebrantable de Jehová. Había fallado, había pecado, pero el perdón divino siempre lo había alcanzado.
Al levantarse, sus ojos se posaron sobre el arca del pacto, cubierta por el velo sagrado. Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en la promesa que Dios le había hecho: que su descendencia reinaría para siempre. Aunque aún no veía el cumplimiento total, confiaba en que el Señor, fiel a su palabra, lo haría realidad.
*»En el día que clamé, me respondiste; fortaleciste mi alma con poder.»*
Las palabras brotaban de sus labios como un río de agradecimiento. Recordaba las batallas en las que, contra todo pronóstico, había salido victorioso. No por su espada, sino porque el Altísimo había extendido su mano. Los filisteos, los amonitas, los sirios… todos habían caído ante el poder del Dios de Israel.
Mientras continuaba su cántico, los levitas que lo acompañaban comenzaron a tocar sus arpas y címbalos, uniéndose a la alabanza. La música se elevaba como una ofrenda agradable, envolviendo el lugar en una atmósfera de adoración.
*»Todos los reyes de la tierra te alabarán, oh Señor, cuando oigan las palabras de tu boca.»*
David sonrió al imaginar un futuro en el que todas las naciones se inclinarían ante el verdadero Rey. No por su gloria, sino por la majestad de Aquel que gobierna los cielos y la tierra. Sabía que su reinado era solo un reflejo pálido del que vendría, el Mesías prometido, quien gobernaría con justicia eterna.
*»Jehová cumplirá su propósito en mí.»*
Esta certeza lo llenaba de paz. Aunque aún enfrentaba desafíos, aunque sus enemigos conspiraban en las sombras, nada podría frustrar los designios divinos. Dios no abandonaba lo que sus manos habían comenzado.
Con lágrimas de gratitud, David terminó su salmo:
*»No me abandones, oh Dios, obra de tus manos.»*
El eco de sus palabras permaneció en el aire, como un perfume que ascendía al trono de la gracia. Los sacerdotes, los músicos y el pueblo que observaba quedaron en silencio, conmovidos por la profundidad de la fe de su rey.
Y así, bajo el cielo de Jerusalén, David demostró una vez más que, más allá de las coronas y los triunfos, lo que verdaderamente importaba era vivir en la presencia del Señor, confiando en que Él nunca dejaría de ser fiel.
**Fin.**