Biblia Sagrada

La purificación del leproso Eliazar

**La Purificación del Leproso**

El sol apenas comenzaba a ascender sobre el campamento de Israel, tiñendo el desierto con tonos dorados, cuando el sacerdote Aarón se preparaba para un ritual solemne. Era un día importante, pues un hombre que había sido afligido por la lepra, y que había vivido fuera del campamento por semanas, ahora clamaba a las puertas, esperando ser declarado limpio.

El hombre, llamado Eliazar, llevaba consigo el peso de su aislamiento. Su piel, antes cubierta de llagas blancas y costras, mostraba ahora señales de sanidad. Pero la ley de Moisés era clara: no bastaba con la mejoría física; debía ser purificado según el mandato del Señor.

Aarón, revestido con su túnica de lino fino y el pectoral sagrado, salió al encuentro de Eliazar, quien temblaba de emoción. Junto al sacerdote, dos avecillas vivas, un pedazo de cedro, una cinta de grana e hisopo aguardaban en un recipiente de barro. Todo estaba dispuesto conforme a lo ordenado en Levítico 14.

Con voz firme, Aarón dio instrucciones. Una de las avecillas sería degollada sobre aguas corrientes, y su sangre se mezclaría con el agua en el recipiente. Luego, tomando el hisopo, el cedro y la grana, los mojó en la mezcla y roció siete veces sobre Eliazar.

—¡Eres limpio! —declaró el sacerdote, mientras soltaba la segunda avecilla viva, que alzó vuelo hacia el cielo abierto, simbolizando la libertad y la purificación.

Eliazar, con lágrimas en los ojos, se rasuró todo el pelo, lavó sus vestiduras y se sumergió en aguas puras. Siete días después, regresó para ofrecer dos corderos sin defecto, junto con flor de harina amasada con aceite. Aarón tomó la sangre de uno de los corderos y la untó sobre el lóbulo de la oreja derecha de Eliazar, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el dedo gordo de su pie derecho. Luego, con aceite, hizo lo mismo, consagrando cada parte de su cuerpo al Señor.

—El Señor ha restaurado tu carne como limpia —anunció Aarón—. Ya no eres impuro; vuelve a tu tienda, a tu familia, y ofrece gratitud al Dios de Israel.

Eliazar cayó de rodillas, alabando al Altísimo por Su misericordia. El pueblo, que había observado el ritual con reverencia, comprendió una vez más que la santidad de Dios no solo exigía pureza externa, sino también un corazón humilde y obediente.

Y así, bajo el sol del desierto, la gracia del Señor se manifestó una vez más, recordando a Su pueblo que, aunque el pecado los separaba, Él en Su bondad, proveía el camino de regreso a Su presencia.

LEAVE A RESPONSE

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *