**La Fe que Conmueve al Salvador**
En la ciudad de Capernaúm, junto al mar de Galilea, el sol comenzaba a ascender sobre el horizonte, pintando el cielo con tonos dorados y anaranjados. La brisa fresca del lago acariciaba las calles de la ciudad, donde los pescadores ya preparaban sus redes y los mercaderes abrían sus puestos en el mercado. Entre el bullicio matutino, un centurión romano, hombre de autoridad y respeto, caminaba con paso firme hacia la sinagoga. Este hombre, aunque extranjero y soldado del imperio opresor, había ganado el cariño del pueblo judío, pues amaba a la nación y había construido a sus expensas la sinagoga donde ahora se dirigía.
El centurión, sin embargo, llevaba el corazón pesado. Su siervo más querido, un joven que le servía con lealtad y dedicación, yacía enfermo, al borde de la muerte. La desesperación lo había llevado a buscar ayuda en todas partes, pero ningún médico ni remedio había podido sanarlo. Entonces, el centurión escuchó hablar de un hombre llamado Jesús, un profeta de Nazaret que realizaba señales y prodigios. Las historias de sus milagros corrían de boca en boca: ciegos que veían, leprosos que eran limpiados y hasta muertos que resucitaban. Con esperanza renovada, el centurión decidió buscar a Jesús.
No queriendo acercarse directamente a él, pues se consideraba indigno de estar en su presencia, el centurión envió a unos ancianos judíos para que intercedieran por él. Estos hombres, respetados en la comunidad, llegaron hasta Jesús, quien estaba enseñando a una multitud junto al mar. Con voz solemne, le dijeron: «Maestro, el centurión te ruega que vayas y sanes a su siervo, porque él ama a nuestra nación y nos ha edificado la sinagoga».
Jesús, compadecido por la fe y la humildad del centurión, se levantó y comenzó a caminar hacia la casa del soldado. Mientras avanzaba, la noticia de su llegada se esparció rápidamente, y la gente se agolpaba a su alrededor, ansiosa por ver qué haría. Pero antes de que Jesús llegara a la casa, el centurión envió a unos amigos con un mensaje: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo. Por eso ni siquiera me consideré digno de venir a ti en persona. Pero di la palabra, y mi siervo será sanado. Porque yo también soy un hombre bajo autoridad, y tengo soldados bajo mi mando. Le digo a uno: ‘Ve’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
Al escuchar estas palabras, Jesús se detuvo y, volviéndose hacia la multitud que lo seguía, dijo con admiración: «Os digo que ni aun en Israel he hallado una fe tan grande». La gente quedó asombrada al ver la confianza que el centurión tenía en el poder de Jesús. No necesitaba verlo físicamente para creer que su palabra era suficiente para sanar.
Entonces, Jesús se volvió hacia los amigos del centurión y les dijo: «Id, y que se haga conforme a vuestra fe». En ese mismo instante, en la casa del centurión, el siervo enfermo sintió cómo la fiebre lo abandonaba, cómo la debilidad se convertía en fuerza y cómo el dolor se desvanecía. Se levantó de su lecho, completamente sano, y comenzó a servir de nuevo a su amo.
La noticia del milagro se extendió por toda Capernaúm, y muchos alabaron a Dios por lo que había hecho. El centurión, lleno de gratitud, cayó de rodillas en su casa y dio gracias al Dios de Israel, reconociendo que Jesús no era solo un profeta, sino alguien con autoridad sobre la enfermedad y la muerte.
Mientras tanto, Jesús continuó su camino, acompañado por sus discípulos y una multitud que lo seguía con asombro y reverencia. Al llegar a la ciudad de Naín, se encontró con una escena desgarradora. Una viuda, vestida de luto, lloraba amargamente mientras seguía el féretro de su único hijo, un joven que había sido su sostén y esperanza. La multitud que la acompañaba también lloraba, compartiendo su dolor.
Jesús, al verla, se compadeció profundamente. Se acercó a la viuda y le dijo: «No llores». Luego, se dirigió al féretro y lo tocó. Los que lo llevaban se detuvieron, y Jesús, con voz firme y llena de autoridad, dijo: «Joven, a ti te digo, levántate». En ese momento, el joven abrió los ojos, se sentó y comenzó a hablar. Jesús lo devolvió a su madre, y todos los presentes quedaron sobrecogidos de temor y glorificaron a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».
Estas palabras se esparcieron por toda Judea y las regiones vecinas, y muchos comenzaron a preguntarse quién era este hombre que tenía poder sobre la enfermedad, la muerte y hasta los espíritus impuros. Algunos lo reconocieron como el Mesías prometido, mientras que otros dudaban, esperando más señales.
Mientras tanto, los discípulos de Juan el Bautista, que estaba en prisión, llegaron hasta Jesús y le preguntaron: «¿Eres tú el que ha de venir, o esperaremos a otro?». Jesús, en lugar de responder directamente, les dijo: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el evangelio. Y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí».
Con estas palabras, Jesús no solo confirmó su identidad como el Mesías, sino que también mostró que su misión era traer esperanza y salvación a todos, especialmente a los más necesitados. Y así, el poder de Dios se manifestaba a través de él, cumpliendo las profecías y mostrando que el Reino de los Cielos estaba cerca.