**El Ciclo Sin Fin: Una Reflexión sobre Eclesiastés 1**
En los días antiguos, cuando el sol brillaba con la misma intensidad que hoy y las estrellas aún danzaban en el firmamento, hubo un hombre sabio, conocido como el Predicador, quien se sentó en la sombra de un viejo olivo para meditar sobre la vida. Este hombre, lleno de años y experiencia, había visto mucho bajo el cielo. Su rostro estaba marcado por las arrugas de la reflexión, y sus ojos, aunque cansados, brillaban con una luz de profunda comprensión. Era un hombre que había buscado respuestas en los placeres, en la sabiduría, en el trabajo y en las riquezas, pero ahora, en su vejez, se sentaba para compartir sus pensamientos con aquellos que quisieran escuchar.
El Predicador comenzó su discurso con una voz que resonaba como el eco de un trueno distante: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!» Sus palabras caían como piedras en un estanque tranquilo, creando ondas que se extendían hacia los corazones de quienes lo escuchaban. «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?» preguntó, mirando al horizonte donde el sol comenzaba su descenso diario.
El sol, ese testigo incansable de los siglos, había visto generaciones venir y pasar. El Predicador lo observó y continuó: «Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece.» Sus palabras evocaban imágenes de incontables almas que habían caminado sobre la tierra, cada una con sus sueños, sus luchas y sus logros, pero al final, todas desaparecían como la niebla de la mañana. La tierra, sin embargo, permanecía firme, indiferente al paso del tiempo.
«El sol sale, y el sol se pone,» continuó el Predicador, señalando hacia el cielo. «Y se apresura a volver al lugar de donde se levanta.» Era como si el sol estuviera atrapado en un ciclo eterno, un viaje sin fin que se repetía día tras día, año tras año. «El viento sopla hacia el sur, y gira hacia el norte; gira y gira continuamente, y vuelve a girar el viento a sus circuitos.» El viento, ese mensajero invisible, también parecía estar atrapado en un baile interminable, sin rumbo fijo, sin propósito aparente.
«Todos los ríos van al mar, y el mar no se llena,» dijo el Predicador, su voz ahora más suave, como el murmullo de un arroyo. «Al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo.» Los ríos, con su flujo constante, parecían estar en una búsqueda eterna, pero nunca alcanzaban su destino final. El mar, vasto e insaciable, nunca se saciaba, y los ríos, después de entregar sus aguas, regresaban a sus fuentes para comenzar de nuevo.
El Predicador suspiró profundamente, como si el peso de sus pensamientos fuera demasiado para llevarlo. «Todas las cosas son fatigosas; nadie puede expresarlas. No se sacia el ojo de ver, ni el oído se harta de oír.» Sus palabras resonaban con una verdad universal. Los ojos humanos, aunque maravillados por la belleza del mundo, nunca se cansaban de buscar más. Los oídos, aunque llenos de sonidos, siempre ansiaban escuchar algo nuevo. Pero, ¿qué había de nuevo bajo el sol?
«¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará,» declaró el Predicador con firmeza. «Y no hay nada nuevo bajo el sol.» Sus palabras eran como un manto de realidad que cubría a sus oyentes. Todo lo que parecía nuevo y emocionante no era más que un eco del pasado. Las historias, las luchas, los triunfos y las derrotas se repetían una y otra vez, como un ciclo interminable.
El Predicador miró a su alrededor, observando a las personas que lo escuchaban. Sus rostros reflejaban una mezcla de asombro y desesperación. Sabía que sus palabras podían ser difíciles de aceptar, pero también sabía que eran verdaderas. «No hay memoria de las cosas pasadas, ni tampoco de las cosas futuras habrá memoria en los que vendrán después,» dijo con tristeza. Las generaciones venideras olvidarían las hazañas de sus antepasados, y las generaciones futuras serían olvidadas por las que vendrían después. Era un ciclo de olvido, una rueda que giraba sin cesar.
El Predicador se levantó de su asiento bajo el olivo, su sombra alargándose con el sol poniente. «Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén,» confesó. «Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo.» Había dedicado su vida a buscar el significado de la existencia, a explorar los misterios del mundo. Pero lo que había encontrado lo había dejado con un sentimiento de vacío.
«Este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres para que se ocupen en él,» continuó. Dios había permitido que los humanos se esforzaran, que buscaran, que trabajaran, pero al final, todo era como correr tras el viento. «Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu.» Las riquezas, los logros, los placeres, todo era efímero, como la niebla que se disipa con el calor del sol.
El Predicador se detuvo por un momento, como si estuviera recordando algo. «Torcido es lo que no se puede enderezar, y faltante es lo que no se puede contar,» murmuró. Había cosas en la vida que simplemente no tenían solución, problemas que no podían ser resueltos, preguntas que no tenían respuestas. Y aunque el hombre se esforzara por encontrar sentido, al final, todo parecía carecer de propósito.
«Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí, yo me he engrandecido, y he acumulado más sabiduría que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia.» El Predicador había buscado la sabiduría con fervor, había acumulado conocimiento, pero incluso eso lo había dejado insatisfecho. «Y di mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; y conocí que aun esto era aflicción de espíritu.»
La sabiduría, aunque valiosa, no podía llenar el vacío del corazón humano. El conocimiento, aunque poderoso, no podía responder a las preguntas más profundas de la existencia. «Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.» Cuanto más sabía el hombre, más consciente era de su propia insignificancia, de la brevedad de la vida, de la inevitabilidad de la muerte.
El Predicador se sentó de nuevo, su cuerpo cansado pero su espíritu inquieto. Miró hacia el cielo, donde las primeras estrellas comenzaban a aparecer. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad,» susurró, como si estuviera hablando consigo mismo. «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?»
Y así, bajo el olivo, el Predicador continuó su reflexión, compartiendo sus pensamientos con aquellos que lo escuchaban. Sus palabras eran un recordatorio de que, aunque la vida pareciera carecer de sentido, había algo más allá de lo que el ojo podía ver, algo más allá del ciclo interminable de la existencia. Era un llamado a buscar algo más, algo eterno, algo que solo podía ser encontrado en el Creador de todas las cosas.
Y mientras el sol se ocultaba en el horizonte, el Predicador cerró sus ojos, sabiendo que, aunque todo bajo el sol fuera vanidad, había una esperanza que trascendía el tiempo y el espacio, una esperanza que solo podía ser encontrada en Aquel que había puesto la eternidad en el corazón del hombre.