Biblia Sagrada

La Desobediencia de los Remanentes: Historia de Jeremías 43

**La Desobediencia de los Remanentes: Una Historia Basada en Jeremías 43**

El sol caía lentamente sobre la tierra de Judá, pintando el cielo con tonos dorados y rojizos. El aire estaba cargado de un silencio pesado, como si la tierra misma supiera que algo trascendental estaba a punto de ocurrir. En Mizpa, un pequeño grupo de judíos, los remanentes que habían escapado de la destrucción de Jerusalén, se reunía en torno a Jeremías, el profeta de Dios. Entre ellos estaban Johanán, hijo de Carea, y Azarías, hijo de Osaías, líderes que habían tomado el mando después de la muerte de Gedalías, el gobernador designado por los babilonios.

Jeremías, un hombre de edad avanzada pero con una presencia imponente, se levantó frente a la multitud. Su rostro reflejaba tanto dolor como determinación. Llevaba consigo el peso de las palabras de Dios, palabras que no siempre eran fáciles de pronunciar. La gente lo miraba con una mezcla de esperanza y temor. Sabían que Jeremías no hablaba por su propia cuenta, sino que era el mensajero del Altísimo.

—Escuchen, pueblo de Judá —comenzó Jeremías, su voz resonando con autoridad—. El Señor, el Dios de Israel, me ha dado un mensaje para ustedes. Él conoce sus corazones y sus intenciones. Saben que han estado considerando huir a Egipto para escapar del poder de los babilonios. Pero el Señor les dice: «No vayan a Egipto. Quédense en esta tierra, y yo estaré con ustedes. Los protegeré y los haré prosperar. No teman al rey de Babilonia, porque yo estoy con ustedes para salvarlos y librarlos de su mano».

El profeta hizo una pausa, permitiendo que sus palabras resonaran en los corazones de los presentes. Algunos asintieron en silencio, mientras que otros intercambiaron miradas de duda. Johanán, un hombre de carácter fuerte y decidido, dio un paso al frente.

—Jeremías —dijo con voz firme—, ¿cómo podemos confiar en que Dios nos protegerá aquí? Los babilonios son poderosos, y ya han destruido Jerusalén. Si nos quedamos, seremos como ovejas entregadas al lobo. En Egipto encontraremos refugio y seguridad.

Jeremías lo miró con tristeza, sabiendo que la desobediencia ya estaba arraigada en su corazón.

—Johanán —respondió el profeta—, el Señor les ha hablado claramente. Si deciden ir a Egipto, estarán desobedeciendo su voluntad. No encontrarán la paz que buscan, sino que traerán sobre ustedes la ira de Dios. El faraón de Egipto no será su protector, sino su ruina.

Pero las palabras de Jeremías cayeron en oídos sordos. La gente, influenciada por Johanán y Azarías, comenzó a murmurar entre sí. El miedo y la incredulidad se apoderaron de sus corazones. Preferían confiar en sus propios planes que en las promesas de Dios.

Al día siguiente, el grupo se preparó para partir. Cargaron sus pertenencias, reunieron a sus familias y se dirigieron hacia el sur, hacia la tierra de Egipto. Jeremías, aunque desanimado, los acompañó, sabiendo que su misión era seguir siendo la voz de Dios, incluso en medio de la desobediencia.

El viaje fue largo y agotador. El sol abrasador del desierto los golpeaba sin piedad, y el polvo se adhería a sus rostros y ropas. Finalmente, llegaron a Tafnes, una ciudad en el delta del Nilo. Allí, se establecieron, pensando que habían encontrado la seguridad que tanto anhelaban.

Pero Dios no permaneció en silencio. Una noche, mientras Jeremías oraba en su habitación, el Señor le habló nuevamente.

—Jeremías —dijo la voz divina—, toma unas piedras grandes y entiérralas en el patio de la casa del faraón en Tafnes, a la vista de todos. Luego, dile al pueblo que así como he enterrado estas piedras, traeré a Nabucodonosor, rey de Babilonia, para que ponga su trono sobre ellas. Él vendrá y conquistará Egipto. Los que buscaron refugio aquí morirán por la espada, el hambre y la peste. No habrá escapatoria ni remedio para ellos.

Al día siguiente, Jeremías hizo lo que el Señor le había ordenado. Enterró las piedras en el patio del faraón y proclamó el mensaje de Dios a todos los judíos que habían desobedecido. Pero una vez más, sus palabras fueron ignoradas. La gente se burló de él, diciendo que era un viejo loco que no entendía la realidad de su situación.

Los días pasaron, y las advertencias de Jeremías parecían no cumplirse. La vida en Egipto continuaba, y algunos incluso comenzaron a adorar a los dioses egipcios, olvidándose por completo del Dios de sus padres. Pero el tiempo de Dios no es el tiempo de los hombres.

Un año después, las noticias llegaron como un trueno en medio de la calma. Nabucodonosor, el rey de Babilonia, había puesto sus ojos en Egipto. Sus ejércitos avanzaban implacablemente, destruyendo todo a su paso. Los judíos que habían buscado refugio en Tafnes pronto se encontraron atrapados en medio de la guerra. La espada, el hambre y la peste cayeron sobre ellos, tal como Jeremías había profetizado.

En medio del caos, algunos recordaron las palabras del profeta y se arrepintieron de su desobediencia. Pero para muchos, ya era demasiado tarde. La ira de Dios se había desatado, y no hubo escapatoria.

Jeremías, aunque afligido por la destrucción de su pueblo, sabía que Dios es justo y fiel. Sus palabras no habían caído en vano, y su obediencia había sido un testimonio de la verdad divina. Mientras las llamas consumían Tafnes, el profeta elevó una última oración al cielo, pidiendo misericordia para los que quedaban y rogando que, en medio del juicio, la gracia de Dios aún pudiera ser encontrada.

Y así, la historia de los remanentes de Judá sirvió como un recordatorio eterno: desobedecer a Dios, por muy tentador que parezca, siempre conduce a la ruina. Pero para aquellos que confían en sus promesas, incluso en medio de las pruebas, hay esperanza y salvación.

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