**El Salmo 22: Una Historia de Angustia y Redención**
En los días antiguos, cuando el pueblo de Israel caminaba bajo el peso de sus pecados y la opresión de sus enemigos, hubo un hombre llamado Eliab, un levita que servía en el templo de Jerusalén. Eliab era conocido por su profunda devoción a Dios, pero en su corazón llevaba una carga que parecía insoportable. Una noche, mientras las estrellas brillaban tenuemente sobre la ciudad santa, Eliab se postró en el atrio del templo, clamando a Dios con lágrimas que caían como gotas de rocío sobre el suelo de piedra.
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» gritó Eliab, su voz resonando en la quietud de la noche. Sus palabras eran un eco del Salmo 22, un canto de angustia que había sido entonado por generaciones en momentos de profunda desesperación. Eliab sentía que Dios estaba lejos, que sus oraciones no llegaban al cielo. «Clamo de día, pero no respondes; y de noche, pero no hay descanso para mí», susurró, mientras el frío de la noche envolvía su cuerpo tembloroso.
Eliab recordaba las promesas de Dios a su pueblo, cómo los padres de Israel habían confiado en Él y habían sido librados. «En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste. Clamaron a ti, y fueron salvos; en ti confiaron, y no fueron defraudados», murmuró, tratando de aferrarse a la fe de sus antepasados. Pero en ese momento, su propia fe parecía tan frágil como una vasija de barro a punto de quebrarse.
Mientras Eliab luchaba con sus pensamientos, una visión comenzó a formarse en su mente. Vio a un hombre, un siervo sufriente, cuyo rostro estaba marcado por el dolor y la humillación. Este hombre, cuyo nombre no era revelado, llevaba sobre sí el peso de los pecados de muchos. Su cuerpo estaba desfigurado, sus manos y pies traspasados, y su rostro, aunque desfigurado, irradiaba una paz que trascendía todo entendimiento. Eliab sintió que este hombre era el cumplimiento de las palabras del Salmo 22, aquel de quien David había profetizado siglos atrás.
«Pero yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo», recitó Eliab, recordando las palabras del salmo. En su visión, el siervo sufriente era escarnecido por la multitud, que meneaba la cabeza y se burlaba de él. «Confió en Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía», decían con sarcasmo. Eliab sintió una profunda tristeza al ver cómo este hombre, inocente y justo, era tratado con tal crueldad.
Pero la visión no terminó allí. Eliab vio cómo el siervo sufriente, en medio de su agonía, clamaba a Dios con una fe inquebrantable. «No te alejes de mí, porque la angustia está cerca, y no hay quien me ayude», decía el hombre, mientras las fuerzas lo abandonaban. Sin embargo, en el momento más oscuro, cuando todo parecía perdido, una luz comenzó a brillar. Eliab vio cómo el siervo era vindicado, cómo su sufrimiento no era en vano, sino que traía salvación a muchos.
«Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré», proclamó el siervo, y su voz resonó como un trueno en los cielos. Eliab comprendió que este hombre no solo sufría por sí mismo, sino por todos aquellos que, como él, se sentían abandonados y desesperados. El siervo sufriente era el puente entre Dios y la humanidad, el que llevaría sobre sí el pecado del mundo y restauraría la comunión entre el Creador y sus criaturas.
Cuando la visión terminó, Eliab se sintió transformado. Su angustia no había desaparecido por completo, pero ahora tenía una esperanza que antes le faltaba. Comprendió que el Salmo 22 no era solo un lamento, sino una profecía de redención. El siervo sufriente, aquel que había visto en su visión, era el Mesías prometido, el que vendría a salvar a su pueblo de sus pecados.
Eliab se levantó del suelo del templo, su rostro bañado en lágrimas, pero con una nueva determinación en su corazón. «Jehová es mi pastor; nada me faltará», murmuró, recordando las palabras del Salmo 23. Sabía que, aunque el camino era difícil, Dios no lo había abandonado. El siervo sufriente, el Mesías, sería su guía y su salvación.
Y así, Eliab salió del templo, llevando consigo la visión que había recibido. Comenzó a compartirla con otros, hablando del siervo sufriente que vendría a cumplir las profecías del Salmo 22. Aunque muchos lo escuchaban con escepticismo, otros encontraban consuelo en sus palabras, esperando el día en que el Mesías llegaría para liberarlos de su angustia.
Y así, la historia de Eliab se convirtió en un testimonio de fe y esperanza, un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, Dios está obrando para cumplir sus propósitos. El Salmo 22, que comenzaba con un grito de desesperación, terminaba con una promesa de redención, una promesa que se cumpliría en el siervo sufriente, Jesucristo, el Salvador del mundo.