**La Misericordia del Rey David hacia Mefiboset**
En aquellos días, cuando David ya estaba firmemente establecido como rey sobre todo Israel, recordó una promesa que había hecho años atrás. Su corazón se llenó de gratitud hacia Dios por todas las bendiciones que había recibido, y en medio de esa gratitud, surgió un deseo profundo de mostrar bondad a alguien de la casa de Saúl. No era un deseo común, pues Saúl había sido su enemigo, pero David recordaba con cariño a Jonatán, el hijo de Saúl, quien había sido su amigo más íntimo y leal. Jonatán y David habían hecho un pacto de amistad y lealtad, y David quería honrar ese pacto, incluso después de la muerte de Jonatán.
Un día, mientras David estaba en su palacio en Jerusalén, llamó a uno de sus siervos y le preguntó: —¿Queda aún alguien de la casa de Saúl a quien yo pueda mostrarle bondad por amor a Jonatán?
Entre los siervos del rey había uno llamado Siba, quien había sido siervo de la casa de Saúl. Siba se presentó ante el rey y le dijo: —Sí, mi señor, aún queda un hijo de Jonatán, que es lisiado de ambos pies.
Al escuchar esto, el corazón de David se conmovió profundamente. No importaba que Mefiboset, el hijo de Jonatán, fuera lisiado. Lo que importaba era que era parte de la familia de su amigo Jonatán, y David estaba decidido a cumplir su promesa de bondad. —¿Dónde está él? —preguntó David con urgencia.
Siba respondió: —Está en la casa de Maquir, hijo de Amiel, en Lodebar.
David no perdió tiempo. Envió mensajeros a Lodebar para traer a Mefiboset a Jerusalén. Lodebar era un lugar alejado y humilde, un reflejo de la condición en la que Mefiboset vivía. Aunque era de linaje real, su vida estaba marcada por la dificultad y el olvido. Cuando los mensajeros llegaron a la casa de Maquir, encontraron a Mefiboset, un hombre joven pero con una expresión de tristeza y resignación en su rostro. Sus pies, lisiados desde la infancia, eran un recordatorio constante de su fragilidad y de cómo su vida había cambiado drásticamente después de la muerte de su padre y su abuelo.
Mefiboset no sabía qué esperar cuando los mensajeros del rey llegaron a buscarlo. Tal vez pensó que sería castigado o que su vida corría peligro, pues era de la casa de Saúl, la familia que había sido enemiga de David. Con temor y temblor, Mefiboset se preparó para el viaje a Jerusalén.
Cuando llegó ante el rey David, se postró en el suelo, mostrando reverencia y humildad. —¿Quién es tu siervo, para que te fijes en un perro muerto como yo? —dijo Mefiboset, con voz temblorosa.
David, al ver la humildad de Mefiboset, se conmovió aún más. Extendió su mano hacia él y le dijo: —No temas, porque ciertamente voy a mostrarte bondad por amor a tu padre Jonatán. Te devolveré todas las tierras que pertenecieron a tu abuelo Saúl, y tú comerás siempre a mi mesa.
Mefiboset no podía creer lo que escuchaba. ¿Cómo era posible que el rey, en lugar de castigarlo, le mostrara tal generosidad? —¿Quién soy yo, mi señor, para que te fijes en mí? —respondió, con lágrimas en los ojos.
David llamó a Siba, el siervo que había sido de la casa de Saúl, y le dijo: —Todo lo que pertenecía a Saúl y a toda su casa, se lo he dado al hijo de tu señor. Tú, tus hijos y tus siervos trabajarán la tierra para él y traerán los frutos, para que el hijo de tu señor tenga alimento. Pero Mefiboset comerá siempre a mi mesa.
Siba inclinó su cabeza en señal de obediencia. —Todo lo que mi señor el rey ordene a su siervo, así lo haré —respondió.
Desde ese día, Mefiboset vivió en Jerusalén y comió siempre a la mesa del rey David, como uno de sus hijos. Aunque era lisiado de ambos pies, fue tratado con dignidad y honor. David no solo le devolvió las tierras de su familia, sino que le dio un lugar en su propia casa, mostrando así la misericordia y la fidelidad que caracterizaban su reinado.
Esta historia no solo habla de la bondad de David, sino también de la gracia de Dios. Mefiboset, que no merecía nada por sí mismo, recibió todo por amor a Jonatán. De la misma manera, nosotros, que no merecemos la gracia de Dios, la recibimos por amor a Jesucristo, nuestro mediador. David, como un reflejo del corazón de Dios, mostró que la verdadera grandeza no está en el poder o la riqueza, sino en la capacidad de mostrar misericordia y amor incondicional.
Y así, Mefiboset, que había vivido en el olvido y la marginación, encontró un lugar en la mesa del rey, un recordatorio eterno de que la gracia de Dios transforma vidas y restaura lo que estaba perdido.