**El Salmo Viviente: La Historia de Elías y la Misericordia de Dios**
En los días antiguos, cuando el pueblo de Israel caminaba entre la luz y la sombra, hubo un hombre llamado Elías, un siervo fiel de Dios que habitaba en las colinas de Judá. Elías no era un rey ni un profeta reconocido por multitudes, sino un hombre sencillo, un pastor que cuidaba de sus ovejas con amor y dedicación. Sin embargo, en su corazón ardía una fe profunda, y su vida era un reflejo constante del Salmo 86.
Elías había aprendido desde niño a inclinar su corazón ante el Señor. Cada mañana, antes de que el sol iluminara los valles, se arrodillaba en la tierra seca y clamaba: *»Inclina tu oído, oh Señor, y escúchame, porque estoy afligido y necesitado»* (Salmo 86:1). Sus palabras no eran vanas repeticiones, sino un grito sincero que surgía de lo más profundo de su ser. Elías conocía la pobreza y la soledad, pero también conocía la grandeza de Dios.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas, Elías regresaba a su hogar después de un largo día de trabajo. Las nubes oscuras comenzaron a cubrir el cielo, y pronto una tormenta furiosa cayó sobre la región. El viento aullaba como un lobo hambriento, y la lluvia golpeaba la tierra con fuerza. Elías, empapado y cansado, buscó refugio en una cueva cercana. Allí, en la penumbra, recordó las palabras del salmista: *»Guarda mi vida, porque soy piadoso; salva a tu siervo que en ti confía, Dios mío»* (Salmo 86:2).
Mientras la tormenta rugía fuera, Elías comenzó a orar con fervor. Sus palabras eran un río que fluía desde su corazón hacia el trono de Dios. *»Ten misericordia de mí, oh Señor, porque a ti clamo todo el día»* (Salmo 86:3). No pedía riquezas ni fama, sino la presencia de su Creador. Sabía que, en medio de la tempestad, solo Dios podía darle paz.
Al amanecer, la tormenta cesó, y un rayo de luz entró en la cueva. Elías salió y contempló el valle bañado por el sol. Las flores silvestres brillaban con gotas de lluvia, y el aire olía a tierra fresca. En ese momento, sintió una presencia divina que lo envolvía como un manto. Era como si Dios mismo le hablara al oído: *»Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y grande en misericordia para con todos los que te invocan»* (Salmo 86:5).
Elías continuó su camino, pero algo había cambiado en su interior. Ahora llevaba consigo una certeza inquebrantable: Dios escuchaba sus oraciones. Días después, mientras pastoreaba sus ovejas, se encontró con un grupo de viajeros que habían sido atacados por ladrones. Estaban heridos y desesperados, sin comida ni agua. Elías, recordando la misericordia de Dios, les ofreció refugio en su hogar. Les dio de comer, les curó las heridas y les habló del amor del Señor. *»Entre todos los dioses, no hay como tú, Señor, ni obras como las tuyas»* (Salmo 86:8), les decía con convicción.
Los viajeros, conmovidos por la bondad de Elías, preguntaron: *»¿Por qué nos ayudas, si no nos conoces?»*. Elías respondió con una sonrisa: *»Porque el Señor es grande y hace maravillas; solo él es Dios»* (Salmo 86:10). Les contó cómo Dios lo había sostenido en la tormenta y cómo su fe lo había llevado a ser un instrumento de amor.
Con el tiempo, la fama de Elías se extendió por la región. No por sus riquezas o poder, sino por su corazón humilde y su fe inquebrantable. Muchos venían a él en busca de consejo y consuelo, y él siempre los guiaba hacia el Señor. *»Enséñame, oh Señor, tu camino; caminaré en tu verdad; afirma mi corazón para que tema tu nombre»* (Salmo 86:11), era su oración constante.
Un día, mientras Elías oraba en la cima de una colina, sintió una paz profunda que lo inundó por completo. Sabía que su vida era un testimonio vivo de la fidelidad de Dios. *»Te alabaré, Señor, Dios mío, con todo mi corazón, y glorificaré tu nombre para siempre»* (Salmo 86:12), susurró con gratitud.
Y así, Elías vivió sus días como un salmo viviente, un hombre que caminó en la presencia de Dios y que, con su vida, mostró al mundo la grandeza de la misericordia divina. Su historia se convirtió en un recordatorio para las generaciones futuras: *»Porque tu misericordia es grande para conmigo, y has librado mi alma del Seol más profundo»* (Salmo 86:13).
Y en los cielos, los ángeles cantaban: *»Grande eres tú, oh Señor, y digno de toda alabanza»* (Salmo 86:10), mientras Elías, el humilde pastor, entraba en la eternidad para estar para siempre en la presencia de su amado Dios.