En el desierto, bajo un cielo vasto y azul que se extendía como un manto infinito, Moisés se encontraba de pie frente al monte Sinaí. El aire era seco y caliente, y el viento susurraba entre las rocas como si llevara consigo los secretos de Dios. Habían pasado cuarenta días y cuarenta noches desde que Moisés había subido por primera vez al monte para recibir las tablas de la ley. Pero aquel primer encuentro había terminado en tragedia cuando el pueblo, impaciente y temeroso, había construido un becerro de oro para adorar. Ahora, Moisés regresaba al monte, llevando consigo dos tablas de piedra que él mismo había tallado, según las instrucciones de Dios.
El corazón de Moisés latía con fuerza mientras ascendía por el sendero rocoso. Sabía que este encuentro sería diferente. Dios le había dicho que se presentara ante Él al amanecer, y así lo había hecho. El sol apenas comenzaba a asomarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y anaranjados. Moisés podía sentir la presencia de Dios en el aire, una sensación que lo envolvía como una brisa fresca en medio del calor del desierto.
Cuando llegó a la cima, una nube densa y luminosa descendió sobre el monte. Era la gloria de Dios, tan brillante que Moisés tuvo que cubrirse el rostro con su manto. Desde dentro de la nube, una voz resonó, profunda y poderosa, como el trueno que retumba en las montañas.
—Moisés, levántate y preséntate ante mí —dijo el Señor.
Moisés obedeció, temblando de reverencia. La voz continuó:
—Yo soy el Señor, el Dios compasivo y clemente, lento para la ira y grande en amor y fidelidad. Muestro amor a miles de generaciones y perdono la iniquidad, la rebelión y el pecado. Pero no dejo sin castigo al culpable; castigo el pecado de los padres sobre los hijos, y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación.
Moisés se postró rostro en tierra, abrumado por la santidad de Dios. Sabía que estaba en presencia del Creador del universo, aquel que había liberado a su pueblo de la esclavitud en Egipto con mano poderosa y brazo extendido. La voz de Dios continuó, estableciendo un pacto con Israel, un pacto que requería obediencia y fidelidad.
—Guarda lo que hoy te mando —dijo el Señor—. Voy a expulsar de tu presencia a los amorreos, cananeos, hititas, ferezeos, heveos y jebuseos. No hagas ningún tratado con ellos ni con sus dioses. No sea que te conviertan en una trampa en medio de ti. Derriba sus altares, quiebra sus piedras sagradas y corta sus postes de Asera. No adores a ningún otro dios, porque el Señor, cuyo nombre es Celoso, es un Dios celoso.
Moisés escuchó atentamente, grabando cada palabra en su corazón. Dios continuó dando instrucciones detalladas sobre cómo debían vivir los israelitas, cómo debían celebrar las fiestas y cómo debían ofrecer sus sacrificios. Cada mandamiento era una muestra del cuidado y la guía divina, un recordatorio de que Dios deseaba que su pueblo fuera santo, apartado para Él.
Después de que Dios terminó de hablar, Moisés permaneció en la montaña otros cuarenta días y cuarenta noches. No comió pan ni bebió agua, sostenido únicamente por la presencia de Dios. Durante ese tiempo, el Señor escribió en las tablas de piedra los Diez Mandamientos, las palabras del pacto que había establecido con Israel.
Cuando finalmente descendió del monte, Moisés llevaba consigo las tablas de la ley. Su rostro brillaba con una luz deslumbrante, un reflejo de la gloria de Dios que había experimentado en la montaña. Los israelitas, al verlo, se llenaron de temor y se mantuvieron a distancia. Moisés los llamó, y Aarón y los líderes del pueblo se acercaron con cautela.
—Escuchen las palabras del Señor —dijo Moisés, su voz resonando con autoridad—. Él ha renovado su pacto con nosotros. Nos ha dado sus mandamientos para que los obedezcamos y vivamos en su presencia. No debemos adorar a otros dioses ni hacer alianzas con los pueblos que habitan esta tierra. El Señor es nuestro Dios, y nosotros somos su pueblo.
Moisés cubrió su rostro con un velo, pues el resplandor era demasiado intenso para que los israelitas lo miraran directamente. A partir de ese día, cada vez que Moisés hablaba con Dios, su rostro brillaba, y al regresar al campamento, lo cubría hasta que entraba nuevamente en la presencia del Señor.
El pueblo de Israel comprendió que Dios estaba con ellos, guiándolos y protegiéndolos. Aunque el camino por delante era incierto y lleno de desafíos, sabían que el Señor, el Dios compasivo y clemente, los acompañaría en cada paso. Y así, bajo la sombra del monte Sinaí, el pueblo renovó su compromiso de seguir a Dios y obedecer sus mandamientos, confiando en que Él los llevaría a la tierra prometida.