Biblia Sagrada

La Guerra de Madián: Justicia y Santidad de Dios

**La Guerra contra Madián y la Justicia Divina**

En los vastos desiertos de Moab, bajo el ardiente sol que iluminaba las arenas doradas, el pueblo de Israel acampaba cerca del Jordán, a las puertas de la Tierra Prometida. Moisés, el siervo fiel de Dios, había guiado a esta nación a través de pruebas y milagros, pero ahora enfrentaban un desafío que requería no solo fe, sino también acción. El Señor había hablado claramente a Moisés, recordándole la traición de los madianitas, quienes, siguiendo el consejo de Balaam, habían seducido a Israel para que adorara a ídolos y cometiera fornicación espiritual en Baal-peor. Esta afrenta no podía quedar sin respuesta, pues la santidad de Dios exigía justicia.

El Señor le ordenó a Moisés: «Toma venganza de los madianitas por lo que hicieron a los hijos de Israel. Después de esto, serás reunido con tu pueblo». Moisés, con el corazón pesado pero obediente, convocó a los líderes de las tribus y les transmitió el mandato divino. «Preparen a los hombres de guerra», les dijo, «mil de cada triba, para que marchen contra Madián y ejecuten la venganza del Señor».

Doce mil hombres, escogidos entre las doce tribus, se prepararon para la batalla. Sus rostros reflejaban determinación, pero también un temor reverente, pues sabían que no era una guerra común, sino una misión santa. Eleazar, el sumo sacerdote, les entregó los objetos sagrados y las trompetas que anunciarían la presencia de Dios en medio de ellos.

Al amanecer, el ejército partió, levantando nubes de polvo que se mezclaban con el resplandor del sol naciente. Las banderas de las tribus ondeaban al viento, y el sonido de las trompetas resonaba en el desierto, un eco que parecía unir el cielo y la tierra. Los hombres marchaban con paso firme, sabiendo que el Señor iba delante de ellos.

Al llegar a las tierras de Madián, los israelitas se encontraron con un pueblo confiado en sus ídolos y en su alianza con otros reinos. Pero los madianitas no estaban preparados para lo que estaba por suceder. Con un grito de guerra que parecía sacudir los cimientos de la tierra, los israelitas atacaron. El Señor luchó por su pueblo, y la victoria fue rápida y decisiva. Los reyes de Madián—Evi, Requem, Zur, Hur y Reba—cayeron bajo la espada, junto con todos los hombres de guerra.

Sin embargo, la batalla no fue solo un acto de venganza, sino también un acto de purificación. Los israelitas quemaron las ciudades y los campamentos madianitas, destruyendo todo rastro de idolatría. Entre los despojos, encontraron mujeres, niños y ganado, pero también objetos de culto pagano que habían sido la causa de la caída de Israel en Baal-peor.

Al regresar al campamento, los soldados llevaban consigo no solo botín, sino también un recordatorio de la gravedad del pecado. Moisés salió a recibirlos, pero su rostro no reflejaba alegría, sino preocupación. «¿Por qué han dejado con vida a todas las mujeres?», preguntó con severidad. «Ellas fueron las que, siguiendo el consejo de Balaam, hicieron pecar a Israel contra el Señor en Baal-peor, provocando la plaga en la congregación del Señor».

Moisés ordenó entonces que se matara a todas las mujeres que habían conocido varón, así como a todos los niños varones. Solo las niñas y las mujeres vírgenes fueron preservadas. Este acto, aunque severo, era necesario para evitar que la idolatría y la corrupción moral se infiltraran nuevamente en el pueblo de Dios.

El botín fue dividido según las instrucciones del Señor: la mitad para los soldados y la mitad para el resto de la congregación. Además, se tomó una porción para el Señor, que fue entregada a Eleazar y a los levitas como ofrenda. Esto incluía oro, plata, bronce, ganado y otros bienes, que serían usados para el servicio del tabernáculo.

Moisés y Eleazar contaron cuidadosamente todo lo que se había traído, asegurándose de que nada quedara fuera del orden establecido por Dios. Los soldados, conscientes de la gravedad de su misión, trajeron también una ofrenda voluntaria de joyas y objetos preciosos, que fueron colocados en el tabernáculo como memorial de la victoria y de la fidelidad de Dios.

Al final, Moisés reunió a los líderes y al pueblo para recordarles la importancia de obedecer los mandamientos del Señor. «Esta victoria no es por nuestra fuerza ni por nuestra espada», les dijo, «sino por la mano poderosa de Dios, que lucha por su pueblo y exige santidad. No olviden que Él es un Dios celoso, que no comparte su gloria con ídolos ni tolera el pecado».

Así, el pueblo de Israel aprendió una lección profunda sobre la justicia y la misericordia de Dios. La guerra contra Madián no fue solo un acto de venganza, sino un recordatorio de que el Señor es santo y exige que su pueblo viva en santidad. Y aunque el camino hacia la Tierra Prometida estaba lleno de desafíos, Israel sabía que, mientras permanecieran fieles, el Señor seguiría guiándolos con su poder y su gracia.

LEAVE A RESPONSE

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *