Biblia Sagrada

El Concilio de Jerusalén: Unidad en la Gracia de Cristo

**El Concilio de Jerusalén: Un Momento Decisivo en la Historia de la Iglesia**

En los primeros días de la iglesia cristiana, cuando el evangelio se extendía rápidamente más allá de las fronteras de Judea, surgió una pregunta crucial que amenazaba con dividir a los creyentes. Era un tiempo de gran fervor y crecimiento, pero también de confusión y debate. El corazón del asunto era este: ¿Debían los gentiles que creían en Jesucristo someterse a la ley de Moisés, incluyendo la circuncisión, para ser salvos? Este tema no era menor, pues tocaba la esencia misma del evangelio: ¿Es la salvación por gracia mediante la fe, o por obras de la ley?

La controversia comenzó cuando algunos creyentes judíos, celosos de las tradiciones de sus antepasados, llegaron a Antioquía y enseñaban a los gentiles convertidos: «Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos» (Hechos 15:1). Estas palabras causaron gran consternación entre los hermanos, pues parecían añadir una carga innecesaria a la sencillez del evangelio que Pablo y Bernabé habían predicado. La iglesia en Antioquía, compuesta tanto por judíos como por gentiles, se vio sacudida por la discordia, y pronto quedó claro que este asunto debía ser resuelto por los apóstoles y los ancianos en Jerusalén.

Así, la iglesia decidió enviar a Pablo, Bernabé y algunos otros a Jerusalén para consultar con los líderes de la fe. El viaje fue largo y lleno de reflexión. Pablo, en particular, meditaba profundamente en la gracia de Dios que había experimentado en el camino a Damasco. Sabía que la salvación era un regalo de Dios, no algo que se podía ganar mediante obras humanas. Bernabé, por su parte, recordaba cómo el Espíritu Santo había obrado poderosamente entre los gentiles en Antioquía, confirmando que Dios no hacía distinción de personas.

Al llegar a Jerusalén, fueron recibidos calurosamente por la iglesia, los apóstoles y los ancianos. Sin embargo, no tardaron en surgir voces discordantes. Algunos fariseos que habían creído en Jesús se levantaron y dijeron: «Es necesario circuncidarlos y mandarles que guarden la ley de Moisés» (Hechos 15:5). La tensión en la sala era palpable. Los fariseos, acostumbrados a la rigurosidad de la ley, no podían concebir que los gentiles fueran aceptados en el pueblo de Dios sin cumplir con los requisitos que ellos consideraban esenciales.

Entonces, los apóstoles y los ancianos se reunieron para examinar el asunto. Pedro, recordando su experiencia con Cornelio, el centurión romano, se levantó y habló con autoridad. «Hermanos», comenzó, «vosotros sabéis cómo Dios, desde los primeros días, escogió entre vosotros que por mi boca los gentiles oyesen la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo, así como también a nosotros. Y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones» (Hechos 15:7-9). Pedro continuó, recordando cómo Dios había obrado milagros entre los gentiles, demostrando que la salvación era por gracia, no por obras. «Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos» (Hechos 15:10-11).

Sus palabras resonaron en la sala, llenando de paz a algunos y de convicción a otros. Luego, Pablo y Bernabé se levantaron para contar las maravillas que Dios había hecho entre los gentiles a través de su ministerio. Hablaron de cómo el Espíritu Santo había confirmado la fe de los gentiles con señales y prodigios, demostrando que Dios los había aceptado tal como estaban, sin necesidad de circuncisión ni de la observancia de la ley mosaica.

Finalmente, Santiago, el hermano del Señor y líder de la iglesia en Jerusalén, tomó la palabra. Con sabiduría y discernimiento, citó las Escrituras, recordando las palabras del profeta Amós: «Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre» (Hechos 15:16-17). Santiago concluyó que no debían imponer cargas innecesarias a los gentiles que se convertían a Dios. Sin embargo, sugirió que se les escribiera para que se abstuvieran de ciertas prácticas que podrían ser ofensivas para los creyentes judíos: la contaminación de los ídolos, la fornicación, lo estrangulado y la sangre (Hechos 15:20).

La asamblea estuvo de acuerdo con las palabras de Santiago, y decidieron enviar una carta a las iglesias gentiles con Judas, llamado Barsabás, y Silas, hombres de buena reputación entre los hermanos. La carta, escrita con amor y claridad, decía: «Los apóstoles y los ancianos y los hermanos, a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia, salud. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley, nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo. Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de lo estrangulado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis. Pasadlo bien» (Hechos 15:23-29).

La noticia fue recibida con gran alegría en Antioquía. Los creyentes gentiles se sintieron aliviados y fortalecidos al saber que su fe en Cristo era suficiente para la salvación. Judas y Silas, llenos del Espíritu Santo, animaron y exhortaron a los hermanos, confirmando la unidad de la iglesia en la gracia de Jesucristo.

Este concilio en Jerusalén fue un momento decisivo en la historia de la iglesia. No solo resolvió una disputa crucial, sino que también estableció un precedente para la inclusión de todos los pueblos en el pueblo de Dios, sin distinción de raza, cultura o tradición. Fue un recordatorio poderoso de que la salvación es por gracia mediante la fe, y que en Cristo, todos somos uno.

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