**El Fin de una Era: La Profecía de Ezequiel 7**
El sol se alzaba sobre la tierra de Judá, pero su luz no traía consuelo. El aire estaba cargado de un silencio pesado, como si la creación misma contuviera el aliento, esperando el cumplimiento de una sentencia divina. En medio de este ambiente tenso, el profeta Ezequiel se encontraba en su casa, en el exilio de Babilonia, lejos de su amada Jerusalén. Su corazón estaba inquieto, y su espíritu percibía que algo grande, algo terrible, estaba por suceder.
De repente, la presencia del Señor descendió sobre él como un viento impetuoso. Ezequiel sintió el peso de la gloria de Dios, y su cuerpo tembló bajo la majestad del Todopoderoso. Entonces, la voz de Dios resonó en su interior, clara y solemne:
—Hijo de hombre, así dice el Señor Dios a la tierra de Israel: ¡El fin ha llegado! El fin ha llegado sobre los cuatro confines de la tierra. Ahora enviaré mi ira sobre ti y te juzgaré según tus caminos. Traeré sobre ti todas tus abominaciones, y no te perdonaré ni tendré misericordia. Entonces sabrás que yo soy el Señor.
Ezequiel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras de Dios eran como un trueno que retumbaba en lo más profundo de su ser. Sabía que el juicio divino no era algo que se pudiera tomar a la ligera. El pueblo de Israel había pecado gravemente, y ahora el día de la retribución había llegado.
El profeta cerró los ojos y vio visiones de lo que estaba por venir. Vio a los habitantes de Jerusalén corriendo de un lado a otro, buscando refugio, pero no había escapatoria. El sonido de las trompetas de guerra resonaba en las calles, y el clamor de los moribundos llenaba el aire. Los ejércitos enemigos, enviados por Dios como instrumentos de su juicio, avanzaban sin piedad. Las espadas brillaban bajo el sol, y las flechas llovían desde el cielo como langostas devoradoras.
Ezequiel vio cómo los ricos y los poderosos, aquellos que habían confiado en su oro y plata, intentaban comprar su salvación, pero su riqueza no les servía de nada. El oro se había corrompido, y la plata había perdido su valor. Los mercaderes lloraban porque no había compradores, y los artesanos se lamentaban porque sus obras ya no tenían demanda. Todo lo que el pueblo había acumulado con orgullo y avaricia se había convertido en polvo.
El profeta vio a las mujeres llorando en las puertas de la ciudad, sus hijos en brazos, desesperadas por encontrar alimento. Pero no había pan en los hornos, ni vino en las tinajas. La hambruna había llegado, y con ella, la desesperación. Los padres comían a sus hijos, y los hijos a sus padres. El horror de la desobediencia había alcanzado su punto culminante.
Ezequiel sintió lágrimas rodar por sus mejillas mientras la visión continuaba. Vio cómo el templo, el lugar santo donde habitaba la presencia de Dios, era profanado. Los ídolos que el pueblo había adorado en secreto eran sacados a la luz, y los altares paganos eran destruidos. Pero no era una purificación, sino una desolación. El Señor había abandonado su santuario, y ahora el lugar estaba vacío, lleno de silencio y oscuridad.
Entonces, la voz de Dios volvió a hablar:
—Haré que cese la alegría de tus fiestas, y se apagará la música de tus arpas. Ya no se oirá el sonido de los cantos, ni el ruido de las celebraciones. Convertiré tus ciudades en ruinas y tus tierras en desolación. Entonces sabrás que yo soy el Señor.
Ezequiel abrió los ojos, y la visión desapareció. Pero el peso de las palabras de Dios permanecía en su corazón. Sabía que debía transmitir este mensaje al pueblo, aunque fuera difícil de escuchar. Se levantó y salió a las calles de Babilonia, donde muchos de los exiliados de Judá vivían en incredulidad y desesperanza.
Con voz firme, Ezequiel comenzó a proclamar:
—¡Escuchen, pueblo de Israel! Así dice el Señor: El fin ha llegado. No hay vuelta atrás. Sus pecados han alcanzado el cielo, y la justicia de Dios no puede ser detenida. Arrepiéntanse, porque el día del Señor está cerca. No hay refugio en la riqueza, ni en los ídolos, ni en las alianzas con los poderosos. Solo en el arrepentimiento y en la humillación ante Dios hay esperanza.
Algunos lo escuchaban con temor, mientras que otros se burlaban, diciendo que el profeta estaba loco. Pero Ezequiel no se detuvo. Sabía que su misión era ser fiel a la palabra de Dios, sin importar las consecuencias.
Y así, el profeta continuó anunciando el juicio divino, recordando al pueblo que el Señor es justo y misericordioso, pero también santo y celoso. El fin de una era había llegado, pero en medio de la oscuridad, había una promesa: después del juicio, habría restauración. El pueblo de Israel sería purificado, y un remanente fiel volvería a la tierra prometida. Porque el Señor no abandona para siempre a los suyos, y su amor es más fuerte que la muerte.
Ezequiel terminó su mensaje con una oración silenciosa, pidiendo a Dios que abriera los ojos del pueblo para que vieran la gravedad de su pecado y la grandeza de su misericordia. Y mientras el sol se ponía en el horizonte, el profeta confió en que, aunque el camino era oscuro, la luz de Dios brillaría al final.
Porque el Señor es fiel, y su palabra nunca falla.