Biblia Sagrada

La Fe de Jeremías: Obediencia en Tiempos de Caos

**La Fe de Jeremías en la Promesa de Dios**

En el año décimo de Sedequías, rey de Judá, que correspondía al año dieciocho del reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia, la ciudad de Jerusalén estaba sitiada por las fuerzas caldeas. El pueblo de Judá vivía días de angustia y desesperación, pues el ejército babilónico había rodeado la ciudad, cortando todo suministro de alimentos y agua. El profeta Jeremías, fiel siervo de Dios, estaba preso en el patio de la guardia, en el palacio real de Judá. Sedequías lo había encarcelado porque Jeremías profetizaba que el rey sería entregado en manos del rey de Babilonia, que la ciudad sería tomada y que Judá caería bajo el dominio extranjero. Estas palabras no eran del agrado del rey, pero Jeremías no podía callar lo que el Señor le había revelado.

Un día, mientras Jeremías oraba en su celda, sintió que la presencia de Dios se hacía más fuerte que nunca. El Señor le habló con claridad: «He aquí, Hanamel, hijo de tu tío Salum, vendrá a ti y te dirá: ‘Compra mi campo que está en Anatot, porque tú tienes el derecho de rescate para comprarlo'». Anatot era la aldea donde Jeremías había nacido, un lugar modesto en las afueras de Jerusalén. El profeta se sorprendió ante esta revelación, pues en medio del caos y la destrucción que se avecinaba, comprar un campo parecía un acto sin sentido. Sin embargo, Jeremías sabía que Dios no hablaba en vano.

Tal como el Señor lo había anunciado, Hanamel llegó al patio de la guardia y le dijo a Jeremías: «Por favor, compra mi campo que está en Anatot, en la tierra de Benjamín, porque tuyo es el derecho de posesión y la redención; cómpralo para ti». Jeremías no dudó. Reconoció que esta era la mano de Dios guiándolo, y aunque no entendía completamente el propósito, obedeció sin vacilar. Sabía que la obediencia a Dios siempre trae consigo bendición, aun cuando las circunstancias parezcan desfavorables.

Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías, su fiel escriba y amigo, para que lo ayudara en la transacción. Con testigos presentes, Jeremías pesó diecisiete siclos de plata y los entregó a Hanamel a cambio del campo. Firmaron los documentos de compra, uno sellado y otro abierto, según la costumbre de la época, para que quedara constancia legal de la transacción. Luego, Jeremías entregó los documentos a Baruc y le dijo: «Toma estos documentos, el documento de compra sellado y este documento abierto, y ponlos en una vasija de barro para que se conserven por mucho tiempo». Baruc obedeció y guardó los documentos con cuidado, sabiendo que este acto tenía un significado profundo.

Después de completar la compra, Jeremías se postró ante el Señor en oración. Con el corazón lleno de emoción y fe, comenzó a alabar a Dios: «¡Oh Señor Dios! He aquí, tú hiciste los cielos y la tierra con tu gran poder y con tu brazo extendido; nada hay imposible para ti. Tú muestras misericordia a millares, pero también castigas la maldad de los padres en los hijos después de ellos. Tú eres grande en consejo y magnífico en obras, porque tus ojos están abiertos sobre todos los caminos de los hijos de los hombres, para dar a cada uno según sus caminos y según el fruto de sus obras».

Jeremías recordó cómo Dios había sacado a Israel de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, con señales y prodigios. Reconoció que Dios había dado a su pueblo una tierra que manaba leche y miel, pero también lamentó que Israel y Judá se hubieran apartado de los mandamientos del Señor, construyendo altares a dioses extraños y provocando la ira de Dios. Sin embargo, en medio de su confesión, Jeremías expresó su confianza en la fidelidad de Dios: «Tú has dicho a esta gente: ‘He aquí, yo pongo delante de ustedes camino de vida y camino de muerte’. Pero ellos no han escuchado ni obedecido; antes bien, han endurecido su corazón».

Entonces, el Señor respondió a Jeremías con palabras de esperanza: «He aquí, yo soy el Señor, el Dios de toda carne; ¿habrá algo que sea imposible para mí?» Dios le recordó a Jeremías que, aunque el juicio sobre Judá era inevitable debido a su pecado, Él no los abandonaría para siempre. «He aquí, yo los reuniré de todas las tierras a las cuales los he echado en mi furor, en mi enojo y en mi gran ira; los haré volver a este lugar y los haré habitar seguros. Y ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios».

Dios le aseguró a Jeremías que, en el futuro, comprar campos y casas en la tierra de Judá sería nuevamente una señal de bendición y prosperidad. «Porque yo haré volver los cautivos de la tierra, como hice bien a sus padres, y les daré un corazón y un camino para que me teman todos los días, para que les vaya bien a ellos y a sus hijos después de ellos».

Jeremías, fortalecido por estas palabras, supo que su acto de fe al comprar el campo no había sido en vano. Aunque la ciudad pronto caería en manos de los caldeos y el pueblo sería llevado al exilio, Dios tenía un plan de restauración. La compra del campo era una profecía viva, un recordatorio tangible de que la tierra de Israel aún pertenecía al pueblo de Dios y que, en su tiempo, Él los traería de vuelta.

Así, Jeremías, el profeta que había sido llamado a anunciar juicio, también se convirtió en un mensajero de esperanza. Su obediencia al comprar el campo en Anatot fue un testimonio de su fe inquebrantable en las promesas de Dios, aun cuando todo parecía perdido. Y aunque los días oscuros continuarían, Jeremías sabía que la luz de la redención brillaría nuevamente sobre Jerusalén, porque el Señor, el Dios de Israel, es fiel a sus promesas.

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