**El Juicio de Dios y la Exaltación de los Humildes**
En los días antiguos, cuando los reinos de la tierra se levantaban y caían como las olas del mar, hubo un tiempo en que la maldad parecía prevalecer. Los poderosos se enaltecían con orgullo, y los impíos blasfemaban contra el nombre del Señor. Sus palabras eran como flechas venenosas, y sus acciones, como un yugo pesado sobre los hombros de los justos. Pero en medio de aquella oscuridad, el pueblo fiel clamaba al cielo, recordando las promesas de Dios.
En una pequeña aldea al pie de las montañas, vivía un hombre llamado Eliab. Era un hombre sencillo, un pastor que cuidaba de sus ovejas con devoción. Aunque su vida estaba marcada por la humildad y el trabajo duro, su corazón ardía con una fe inquebrantable en el Señor. Cada noche, antes de dormir, Eliab abría los Salmos y meditaba en las palabras del rey David. Aquella noche, sus ojos cayeron sobre el Salmo 75, y mientras leía, una paz profunda inundó su alma.
«Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, pues cercano está tu nombre; los hombres cuentan tus maravillas», murmuraba Eliab, recordando las obras poderosas de Dios en la historia de su pueblo. Sabía que, aunque los impíos parecían prosperar, el Señor no permanecería en silencio para siempre.
Mientras tanto, en la ciudad cercana, un rey llamado Asaf gobernaba con mano de hierro. Había olvidado los caminos del Señor y se había entregado a la idolatría y la opresión. Sus siervos recaudaban impuestos excesivos, y los pobres gemían bajo el peso de la injusticia. Asaf se jactaba de su poder, diciendo: «Nadie puede detenerme. Mi trono es firme, y mi reino perdurará para siempre». Pero sus palabras eran como humo que se desvanece en el viento, pues el Altísimo había fijado el tiempo de su juicio.
Una noche, mientras Asaf celebraba un banquete en su palacio, lleno de lujos y excesos, un mensajero llegó con noticias inquietantes. «Señor, los ejércitos de las naciones vecinas se acercan. Han formado una alianza y marchan contra nosotros». Asaf se rió con desdén. «¿Qué pueden hacer ellos contra mí? Mi ejército es invencible, y mis muros son impenetrables». Pero en su corazón, una sombra de temor comenzó a crecer.
Mientras tanto, en la aldea de Eliab, el Señor habló en una visión. «Levántate, Eliab, y ve a la ciudad. Declara mi juicio sobre el rey Asaf y anuncia que el tiempo de mi intervención ha llegado». Eliab obedeció sin dudar. Al amanecer, tomó su cayado y emprendió el camino hacia la ciudad. Al llegar a las puertas del palacio, los guardias intentaron detenerlo, pero una fuerza divina los detuvo, y Eliab entró sin obstáculos.
En el gran salón del trono, Asaf estaba sentado, rodeado de sus consejeros. Eliab se paró frente a él y, con voz firme, declaró: «Así dice el Señor: ‘En el tiempo que yo señale, juzgaré con equidad. Cuando la tierra tiemble con todos sus habitantes, yo soy quien mantiene firmes sus columnas. Yo dije a los jactanciosos: No os jactéis; y a los impíos: No levantéis vuestra frente. No alcéis vuestra cerviz con altivez, ni habléis con insolencia, porque no es del oriente ni del occidente, ni del desierto, donde viene la exaltación. Sino que Dios es el juez: a uno humilla, y a otro exalta'».
Asaf se burló de las palabras de Eliab. «¿Quién eres tú para venir aquí y amenazarme? Soy el rey, y mi poder es absoluto». Pero en ese momento, un terremoto sacudió la tierra. Las columnas del palacio temblaron, y el trono de Asaf se derrumbó. Los ejércitos enemigos irrumpieron en la ciudad, y el reino que parecía invencible cayó en un solo día.
Eliab regresó a su aldea, donde el pueblo lo recibió con alegría. «El Señor ha hecho justicia», decían. «Él ha humillado al orgulloso y ha exaltado a los humildes». Y así, el nombre del Señor fue glorificado, y su pueblo recordó que Él es quien sostiene las columnas de la tierra y quien juzga con rectitud.
Desde aquel día, el Salmo 75 se cantó con renovado fervor: «Pero yo declararé para siempre; cantaré alabanzas al Dios de Jacob. Quebrantaré todo el poder de los impíos, pero el poder del justo será exaltado». Y en cada hogar, los fieles recordaron que el juicio de Dios es seguro, y que en su tiempo, Él levanta a los humildes y abate a los soberbios.