**El Refugio del Justo: Una Historia Basada en el Salmo 11**
En los días antiguos, cuando las montañas aún guardaban los secretos de los cielos y los valles resonaban con los susurros de los profetas, había un hombre llamado Eliab. Vivía en una pequeña aldea al pie de las colinas de Judá, rodeada de olivares y viñedos que se extendían como un manto verde bajo el sol abrasador. Eliab era conocido por su integridad y su fe inquebrantable en el Señor. Cada mañana, antes de que el sol iluminara la tierra, se levantaba para orar y meditar en las Escrituras. Su corazón era como un manantial de agua pura, siempre fluyendo hacia la justicia y la verdad.
Pero no todos en la aldea compartían su devoción. Había hombres malvados que conspiraban en las sombras, tramando planes para corromper a los inocentes y derribar a los rectos. Estos hombres, llenos de orgullo y codicia, habían comenzado a sembrar el miedo entre el pueblo. Decían: «¿Cómo puede alguien confiar en Dios cuando los cimientos de la justicia parecen desmoronarse? ¿No es mejor huir a las montañas y esconderse, como las aves que escapan de la red del cazador?».
Un día, mientras Eliab caminaba por el mercado, uno de estos hombres se acercó a él con palabras llenas de temor. «Eliab», le dijo con voz temblorosa, «¿no ves lo que está sucediendo? Los malvados afilan sus flechas en la oscuridad, apuntando a los rectos de corazón. ¿Por qué no huyes con nosotros? Busquemos refugio en las montañas, donde nadie nos encontrará».
Eliab lo miró con calma, sus ojos reflejando una paz que solo podía venir de lo alto. «¿Por qué habría de huir?», respondió. «El Señor es mi refugio y mi fortaleza. Él está en su santo templo; su trono está en los cielos. Sus ojos observan a los hijos de los hombres; sus párpados examinan a los hijos de Adán. Él prueba al justo, pero su alma aborrece al malvado y al que ama la violencia».
El hombre se quedó en silencio, confundido por la firmeza de Eliab. Pero Eliab continuó: «Si los cimientos son destruidos, ¿qué puede hacer el justo? Nada, excepto confiar en el Señor. Porque Él es quien sostiene todas las cosas. Él enviará fuego y azufre sobre los malvados; un viento abrasador será la porción de su copa. Pero los que aman al Señor habitarán en su presencia para siempre».
Eliab regresó a su casa, pero las palabras del hombre no lo abandonaron. Esa noche, mientras el cielo se teñía de púrpura y oro, se arrodilló junto a su ventana y elevó una oración al Señor. «Oh Dios, tú que examinas los corazones y las mentes, no permitas que el temor se apodere de mí. Mantén mis pies en el camino recto, y que mi confianza en ti sea inquebrantable. Porque tú eres justo, y amas la justicia; los rectos contemplarán tu rostro».
Al día siguiente, la aldea se despertó con noticias alarmantes. Los malvados habían sido descubiertos. Sus planes habían sido frustrados de manera milagrosa, como si una mano invisible hubiera desbaratado sus trampas. Algunos decían que un ángel había descendido durante la noche, otros que un viento fuerte había dispersado sus armas. Pero Eliab sabía la verdad: el Señor había intervenido.
Con el tiempo, la aldea volvió a la paz. Los olivares y viñedos florecieron de nuevo, y el nombre de Eliab fue recordado como un ejemplo de fe y valentía. Él continuó viviendo en la presencia del Señor, confiando en que, aunque el mundo pareciera tambalearse, los cimientos de la justicia divina permanecerían firmes para siempre.
Y así, la historia de Eliab se convirtió en un recordatorio para las generaciones futuras: «En el Señor está mi refugio. ¿Por qué habría de temer? Él es mi roca y mi salvación».