En el año cuatrocientos ochenta después de que los hijos de Israel salieron de Egipto, en el cuarto año del reinado de Salomón sobre Israel, en el mes de Ziv, que es el segundo mes del año, el rey Salomón comenzó a construir la casa del Señor. Este fue un momento de gran solemnidad y expectativa, pues el templo sería el lugar donde el nombre de Dios habitaría para siempre entre su pueblo.
El lugar elegido para la construcción fue el monte Moriah, en Jerusalén, donde años atrás el rey David, padre de Salomón, había comprado la era de Ornán el jebuseo. Este sitio había sido santificado por Dios, y allí David había erigido un altar para ofrecer sacrificios. Ahora, Salomón, siguiendo las instrucciones divinas y los planos que su padre había recibido por inspiración del Espíritu Santo, comenzó a edificar la casa del Señor.
El templo que Salomón construyó medía sesenta codos de largo, veinte codos de ancho y treinta codos de alto. Las paredes del santuario estaban hechas de piedras labradas, cortadas y pulidas con precisión, de modo que no se oía el sonido de martillos, hachas ni ninguna herramienta de hierro en el lugar de construcción. Esto simbolizaba la reverencia y el cuidado que se debía tener al edificar la morada de Dios. Las piedras eran traídas ya preparadas desde las canteras, y así el templo se levantaba en silencio, como un acto de adoración.
El interior del templo estaba revestido de madera de cedro, traída de los bosques del Líbano. Los muros estaban cubiertos con tablas de cedro desde el suelo hasta el techo, y el piso estaba hecho de madera de ciprés. El cedro, conocido por su durabilidad y aroma, simbolizaba la eternidad y la presencia fragante de Dios. Además, el interior del templo estaba decorado con tallas de querubines, palmeras y flores abiertas, todo cubierto de oro puro. El oro brillaba bajo la luz de las lámparas, reflejando la gloria y la majestad del Señor.
El lugar santísimo, el corazón del templo, medía veinte codos de largo, veinte codos de ancho y veinte codos de alto. Este espacio sagrado estaba separado del resto del templo por un velo tejido con hilos de lino fino, azul, púrpura y carmesí, y bordado con querubines. Dentro del lugar santísimo, Salomón colocó dos querubines hechos de madera de olivo y cubiertos de oro. Cada querubín medía diez codos de altura, y sus alas se extendían cinco codos cada una, de modo que las puntas de las alas de un querubín tocaban las del otro en el centro del lugar santísimo, y las otras alas tocaban las paredes. Estos querubines simbolizaban la presencia de los ángeles que adoran y protegen el trono de Dios.
El templo también tenía ventanas con celosías, que permitían la entrada de luz natural, pero que estaban diseñadas de tal manera que nadie podía ver hacia adentro, preservando así la santidad del lugar. Alrededor del templo, Salomón construyó cámaras laterales de tres pisos, que servían como almacenes para los utensilios sagrados y las ofrendas. Estas cámaras estaban conectadas al templo por medio de puertas y pasillos, pero no interferían con la estructura principal.
La construcción del templo tomó siete años, y durante todo ese tiempo, Salomón supervisó personalmente cada detalle, asegurándose de que todo se hiciera conforme a las instrucciones que Dios había dado a su padre David. Los obreros trabajaban con dedicación y esmero, sabiendo que estaban participando en una obra santa. Los mejores artesanos de Israel y de las naciones vecinas fueron contratados para tallar la madera, fundir el oro y esculpir las piedras. Cada detalle, desde los ganchos de oro que sostenían los velos hasta los clavos de oro que fijaban las tablas, fue hecho con la máxima excelencia, como un acto de adoración al Señor.
Cuando el templo estuvo terminado, Salomón reunió a los ancianos de Israel, a los jefes de las tribus y a los líderes de las familias, y juntos llevaron el arca del pacto desde la ciudad de David, Sión, hasta el nuevo templo. El arca, que contenía las tablas de la ley que Moisés había recibido en el monte Sinaí, era el símbolo más sagrado de la presencia de Dios entre su pueblo. Los sacerdotes llevaron el arca con reverencia, mientras los levitas cantaban y tocaban instrumentos musicales, alabando al Señor con salmos y cánticos.
Al colocar el arca en el lugar santísimo, una nube llenó el templo, tan densa que los sacerdotes no podían continuar con su servicio. Era la gloria de Dios, que descendía para habitar en medio de su pueblo. Salomón, al ver esto, se postró ante el Señor y oró: «Oh Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú en los cielos ni en la tierra. Tú cumples tu pacto y muestras misericordia a tus siervos que caminan delante de ti con todo su corazón. Pero ¿es posible que Dios more verdaderamente en la tierra? Los cielos, incluso los cielos de los cielos, no pueden contenerte, ¡cuánto menos este templo que he construido! Sin embargo, escucha la oración de tu siervo y suplica, oh Señor, Dios mío».
El templo de Salomón fue un recordatorio poderoso de la fidelidad de Dios y de su deseo de habitar entre su pueblo. Aunque ningún edificio hecho por manos humanas podía contener al Dios infinito, el templo servía como un lugar donde los israelitas podían acercarse a Él, ofrecer sacrificios y buscar su perdón. Era un símbolo de la relación especial que Dios tenía con Israel, y una sombra de la verdadera morada de Dios que vendría en la persona de Jesucristo, quien habitaría entre nosotros y reconciliaría a la humanidad con el Padre.
Así, el templo de Salomón se convirtió en el centro de la vida religiosa y espiritual de Israel, un lugar donde el cielo y la tierra se encontraban, y donde el pueblo de Dios podía experimentar su presencia de una manera única y poderosa.