**El Pacto de Justicia y Misericordia**
En aquellos días, cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto, guiado por la mano poderosa de Dios, Moisés subió al monte Sinaí para recibir las palabras del Señor. Allí, en la cima del monte, rodeado de nubes espesas y truenos que resonaban como voces celestiales, Dios le habló con claridad y le dio instrucciones precisas para su pueblo. Estas palabras no solo eran leyes, sino un reflejo del carácter justo y misericordioso de Dios, un pacto que debía guiar a Israel en su caminar diario.
Moisés descendió del monte con el rostro resplandeciente, llevando en sus manos las tablas de la ley y en su corazón las palabras que el Señor le había entregado. Reunió al pueblo al pie del monte y comenzó a proclamar las ordenanzas divinas.
—Escuchen, pueblo de Israel —dijo Moisés con voz firme—. El Señor, nuestro Dios, nos ha dado estas palabras para que vivamos en justicia y santidad. No difundan falsos rumores ni se unan al impío para ser testigos injustos. No sigan a la multitud para hacer el mal, ni tergiversen la justicia en un pleito. Tampoco favorezcan al pobre en su causa solo por ser pobre, ni nieguen el derecho del necesitado.
El pueblo escuchaba en silencio, mientras el sol del desierto iluminaba sus rostros. Moisés continuó, recordándoles la importancia de la integridad en todas sus acciones.
—Si encuentran el buey o el asno de su enemigo extraviado, llévenselo y devuélvanselo. Si ven el asno de alguien que los odia caído bajo su carga, no lo abandonen; ayúdenlo a levantarlo. Así mostrarán el amor y la misericordia que el Señor desea ver en su pueblo.
Las palabras de Moisés resonaban en el aire, y el pueblo comenzaba a entender que la justicia de Dios no se limitaba a lo que era correcto, sino también a lo que era compasivo.
—No perviertan la justicia —continuó Moisés—. No acepten sobornos, porque el soborno ciega a los sabios y corrompe las palabras de los justos. No opriman al extranjero, pues ustedes mismos fueron extranjeros en Egipto y conocen el dolor de ser oprimidos.
El sol comenzaba a ponerse, y las sombras del desierto se alargaban sobre el campamento. Moisés levantó las manos para llamar la atención del pueblo una vez más.
—Durante seis años sembrarán la tierra y recogerán sus frutos, pero en el séptimo año la dejarán descansar. Los pobres comerán de lo que crezca por sí solo, y las bestias del campo también se alimentarán. Así honrarán la creación que el Señor ha puesto en sus manos.
El pueblo asentía, comprendiendo que la tierra era un regalo de Dios y que debían administrarla con sabiduría y gratitud.
—Guarden también el día de reposo —prosiguió Moisés—. Seis días trabajarán, pero el séptimo día descansarán, para que descansen su buey y su asno, y para que tengan reposo el hijo de su sierva y el extranjero.
Las palabras de Moisés eran como un bálsamo para el alma, recordándoles que el descanso no era solo un privilegio, sino un mandato divino.
—Y sobre todo —dijo Moisés con solemnidad—, no invoquen el nombre de otros dioses ni permitan que se escuchen de sus labios. Guarden las fiestas que el Señor ha establecido: la fiesta de los Panes sin Levadura, la fiesta de la Siega y la fiesta de la Cosecha. Tres veces al año todos los varones se presentarán ante el Señor, pero no se presentarán con las manos vacías. Cada uno traerá una ofrenda según la bendición que el Señor le haya dado.
El pueblo escuchaba con atención, sabiendo que estas fiestas no eran solo celebraciones, sino momentos para recordar la fidelidad de Dios y su provisión constante.
—No cocinen el cabrito en la leche de su madre —añadió Moisés—, porque esto es un acto de crueldad que no agrada al Señor.
Finalmente, Moisés les habló de la promesa de Dios para aquellos que guardaran sus mandamientos.
—He aquí, yo enviaré un ángel delante de ti para que te guarde en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Escúchenlo y obedézcanlo, porque mi nombre está en él. Si escuchan su voz y hacen todo lo que yo digo, seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios. Mi ángel irá delante de ti y te llevará a la tierra de los amorreos, hititas, ferezeos, cananeos, heveos y jebuseos, y yo los exterminaré.
El pueblo sintió un escalofrío al escuchar estas palabras, pero también una profunda esperanza. Sabían que Dios estaba con ellos, que su presencia los guiaría y protegería.
—No se inclinen ante sus dioses ni sirvan a sus ídolos —advirtió Moisés—. No imiten sus prácticas, sino destrúyanlas por completo. Sirvan al Señor, y él bendecirá su pan y su agua, y apartará de ustedes las enfermedades. No habrá mujer que aborte ni que sea estéril en su tierra, y yo completaré el número de sus días.
El sol se había ocultado por completo, y las estrellas comenzaban a brillar en el firmamento. Moisés concluyó su discurso con una última advertencia.
—No hagan pacto con los habitantes de la tierra, no sea que se conviertan en una trampa para ustedes. Derriben sus altares, quiebren sus imágenes y destruyan sus ídolos. No adoren a otro dios, porque el Señor, cuyo nombre es Celoso, es un Dios celoso.
El pueblo se retiró a sus tiendas, meditando en las palabras que habían escuchado. Sabían que el camino que Dios les había trazado no era fácil, pero también sabían que su fidelidad sería recompensada.
Y así, bajo el manto estrellado del desierto, el pueblo de Israel durmió con la certeza de que el Dios de justicia y misericordia caminaba con ellos, guiándolos hacia la tierra prometida.