Biblia Sagrada

El Canto de la Creación: Un Salmo Vivo en Armonía

**El Canto de la Creación: Un Salmo Vivo**

En los días antiguos, cuando la tierra aún resonaba con la pureza de la creación, hubo un pueblo que habitaba en las faldas de un monte sagrado. Este pueblo, aunque pequeño en número, era grande en fe. Vivían en armonía con la naturaleza, recordando siempre las maravillas que el Señor había hecho por sus antepasados. Cada mañana, al salir el sol, se reunían en la plaza del pueblo para cantar alabanzas al Creador. Y en una ocasión especial, decidieron celebrar un gran festival en honor a Dios, inspirados por las palabras del Salmo 96.

El día del festival amaneció con un cielo despejado, teñido de tonos dorados y rosados. Los niños corrían por las calles, adornadas con guirnaldas de flores silvestres, mientras los ancianos se sentaban bajo la sombra de los olivos, compartiendo historias de las maravillas de Dios. Las mujeres preparaban panes sin levadura y frutos secos, mientras los hombres afinaban sus instrumentos: arpas, flautas y tambores. El aire estaba impregnado de un gozo palpable, como si la creación entera estuviera esperando el momento de unirse en alabanza.

El líder del pueblo, un hombre llamado Eliab, se levantó en medio de la multitud. Su voz, grave y resonante, se elevó sobre el murmullo de la gente: «¡Cantad al Señor un cántico nuevo! ¡Cantad al Señor, toda la tierra!». Estas palabras, tomadas del Salmo 96, resonaron en los corazones de todos. Eliab continuó: «Hoy no solo cantaremos con nuestras voces, sino con nuestras vidas. Recordemos que el Señor es grande y digno de toda alabanza. Él hizo los cielos y la tierra, los mares y todo lo que en ellos hay. Él es el Rey de toda la creación».

Al escuchar estas palabras, el pueblo se llenó de un fervor sagrado. Comenzaron a cantar, y sus voces se elevaron como una ofrenda fragante hacia el cielo. Los niños agitaban ramas de olivo, los jóvenes danzaban con movimientos llenos de gracia, y los ancianos levantaban sus manos temblorosas en señal de adoración. Era como si toda la creación se uniera a su canto: los pájaros trinaban en armonía, el viento susurraba entre los árboles, y hasta las piedras parecían vibrar con la alabanza.

En medio de la celebración, una joven llamada Miriam sintió un impulso en su corazón. Tomó su arpa y comenzó a tocar una melodía que nunca antes había escuchado. Las notas fluían como un río de agua viva, y pronto todos se unieron a su canto. «Alabad al Señor en su santuario; alabadlo en su poderoso firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas; alabadlo por su inmensa grandeza», cantaban. Era como si el Salmo 96 cobrara vida en medio de ellos.

Mientras el festival continuaba, algo extraordinario sucedió. El cielo pareció abrirse, y una luz brillante descendió sobre el pueblo. No era el sol, ni la luna, sino una gloria que solo podía provenir de la presencia de Dios. La gente cayó de rodillas, sobrecogida por la santidad del momento. Entonces, una voz suave pero poderosa se escuchó: «Yo soy el Señor, vuestro Dios. Habéis cantado con corazones sinceros, y vuestra alabanza ha subido como incienso ante mí. Recordad que yo soy el Creador de todo, y mi misericordia permanece para siempre».

El pueblo permaneció en silencio, lleno de asombro y reverencia. Cuando la luz se desvaneció, se levantaron con una nueva determinación en sus corazones. Sabían que su alabanza no debía limitarse a un solo día, sino que debía ser un estilo de vida. Decidieron que cada día, al salir el sol, se reunirían para cantar al Señor y proclamar su salvación de generación en generación.

A partir de ese día, el pueblo se convirtió en un faro de luz para las naciones cercanas. Viajeros que pasaban por allí se detenían para escuchar sus cantos y aprender de su fe. Y así, el Salmo 96 se cumplía en ellos: «Cantad al Señor, bendecid su nombre; proclamad su salvación día tras día. Contad su gloria entre las naciones, sus maravillas entre todos los pueblos».

Y así, el canto de la creación continuó, resonando a través de los siglos, recordando a todos que el Señor es grande y digno de toda alabanza. Porque Él es el Rey de toda la tierra, y su amor permanece para siempre.

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