**El cruce del Jordán: La fidelidad de Dios y el liderazgo de Josué**
El sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte, iluminando las aguas del río Jordán, que fluían con fuerza y majestuosidad. Era un día crucial para el pueblo de Israel, un día que marcaría el inicio de una nueva etapa en su historia. Después de cuarenta años de vagar por el desierto, después de haber sido testigos de la fidelidad de Dios en medio de las pruebas, el momento había llegado. Josué, el sucesor de Moisés, se encontraba al frente del pueblo, listo para guiarlos hacia la tierra prometida.
El campamento de Israel estaba lleno de actividad desde el amanecer. Las tiendas se desmontaban, los animales se preparaban, y las familias se organizaban para lo que sería un día histórico. Josué, con el corazón lleno de fe y determinación, se levantó temprano y se dirigió a los oficiales del pueblo. Con voz firme, les dio instrucciones claras: «Recorred el campamento y dad esta orden al pueblo: ‘Preparad provisiones, porque dentro de tres días pasaréis el Jordán para ir a tomar posesión de la tierra que el Señor, vuestro Dios, os da en posesión.'»
El pueblo escuchó con atención, y aunque algunos sentían temor al pensar en el río caudaloso que tenían por delante, recordaron las promesas de Dios. No era la primera vez que se enfrentaban a un obstáculo aparentemente insuperable. El Mar Rojo había sido testigo del poder de Dios cuando lo abrió para que sus padres cruzaran en seco. Ahora, el Jordán sería otro escenario donde la mano de Dios se manifestaría.
Al tercer día, Josué reunió al pueblo y les dijo: «Santificaos, porque mañana el Señor hará maravillas entre vosotros». La santificación era un llamado a preparar sus corazones, a apartarse de cualquier cosa que pudiera impedir la bendición de Dios. El pueblo obedeció, y esa noche hubo un silencio reverente en el campamento, un silencio que hablaba de expectación y fe.
Al amanecer, Josué se levantó y ordenó a los sacerdotes que llevaran el arca del pacto del Señor. El arca, que representaba la presencia misma de Dios, sería la que guiaría al pueblo. Josué les dijo: «Cuando lleguéis a la orilla del Jordán, deteneos en el río». Los sacerdotes obedecieron, y el pueblo los siguió a cierta distancia, observando con reverencia el arca que brillaba bajo los primeros rayos del sol.
El río Jordán estaba en su época de crecida, y sus aguas rugían con fuerza. Para el ojo humano, cruzar parecía imposible. Pero Josué sabía que no dependían de su fuerza, sino del poder de Dios. Con voz segura, les dijo al pueblo: «Acercaos y escuchad las palabras del Señor, vuestro Dios. En esto conoceréis que el Dios viviente está en medio de vosotros: él echará de delante de vosotros a los cananeos, hititas, heveos, ferezeos, gergeseos, amorreos y jebuseos. He aquí, el arca del pacto del Señor de toda la tierra pasará delante de vosotros por el Jordán.»
Y entonces, con una fe inquebrantable, Josué continuó: «Escoged doce hombres de las tribus de Israel, uno por cada tribu. Y sucederá que cuando las plantas de los pies de los sacerdotes que llevan el arca del Señor, el Señor de toda la tierra, se posen sobre las aguas del Jordán, las aguas del Jordán se dividirán, y las aguas que vienen de arriba se detendrán como en un montón.»
El pueblo escuchó con asombro, pero también con esperanza. Sabían que Dios era fiel, y que si él lo había prometido, lo cumpliría. Los sacerdotes avanzaron hacia el río, llevando el arca sobre sus hombros. Cuando sus pies tocaron el borde del agua, algo sobrenatural ocurrió. Las aguas que venían de arriba se detuvieron, formando un muro a lo lejos, mientras que las aguas que fluían hacia el Mar Muerto se secaron. El lecho del río quedó expuesto, y los sacerdotes se detuvieron en medio del Jordán, sosteniendo el arca mientras el pueblo pasaba.
Fue un momento de asombro y reverencia. Los israelitas cruzaron el río en seco, pisando tierra firme donde antes había habido un torrente impetuoso. Los doce hombres que Josué había escogido tomaron piedras del lecho del río, una por cada tribu, para levantar un monumento que recordaría para siempre este milagro. Cuando todos hubieron cruzado, Josué ordenó a los sacerdotes que salieran del río. En el momento en que sus pies tocaron la otra orilla, las aguas del Jordán volvieron a su cauce, rugiendo como antes.
El pueblo de Israel estaba ahora en la tierra prometida. Josué, con voz fuerte, les recordó: «Este día el Señor ha exaltado a Josué a los ojos de todo Israel, y le temieron como habían temido a Moisés todos los días de su vida». Pero más importante aún, fue el reconocimiento de que Dios había estado con ellos. El cruce del Jordán no fue solo un acto de fe, sino una demostración del poder y la fidelidad de Dios.
Aquellas doce piedras que tomaron del río se convirtieron en un testimonio para las generaciones futuras. Cada vez que un niño preguntara: «¿Qué significan estas piedras?», los padres podrían contar la historia de cómo Dios había abierto el Jordán para que su pueblo pasara. Era un recordatorio de que, aunque los obstáculos parezcan insuperables, Dios siempre hace camino donde no lo hay.
Y así, con corazones llenos de gratitud y fe, el pueblo de Israel se preparó para lo que vendría. Sabían que la conquista de la tierra no sería fácil, pero también sabían que el Dios que había partido el Jordán estaría con ellos en cada batalla. Porque él es el Señor de toda la tierra, y su fidelidad permanece para siempre.