En el libro de Apocalipsis, capítulo 4, el apóstol Juan nos lleva a una visión celestial que trasciende el tiempo y el espacio, revelando la majestuosidad del trono de Dios. Esta visión es un llamado a contemplar la gloria y la soberanía del Creador, quien gobierna sobre toda la creación. Permíteme narrarte esta escena con detalle y reverencia, manteniendo la riqueza teológica y la belleza descriptiva de la Palabra.
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Juan, el discípulo amado, se encontraba en la isla de Patmos, exiliado por su fe en Cristo. Era el día del Señor, y mientras oraba y meditaba, de repente fue arrebatado en espíritu. Una voz resonó como trompeta, diciendo: «Sube acá, y te mostraré las cosas que han de suceder después de estas». Al instante, Juan se encontró transportado al cielo, donde se abrió ante sus ojos un panorama que superaba toda descripción humana.
Ante él se alzaba un trono majestuoso, resplandeciente con una gloria indescriptible. El trono no era de este mundo; su esplendor superaba cualquier joya o metal precioso conocido por el hombre. Alrededor del trono había un arco iris que brillaba con colores vivos y profundos, como una esmeralda reluciente. Este arco iris no era como los que vemos en la tierra después de la lluvia, sino que emanaba una luz divina, simbolizando la fidelidad y la misericordia de Dios hacia su creación.
Sobre el trono estaba sentado Uno cuya apariencia era imposible de describir con palabras humanas. Su presencia irradiaba pureza, santidad y poder. Era como si el jaspe y el sardio se fundieran en una sola esencia, representando la justicia y la redención. Juan no podía ver el rostro de Aquel que estaba sentado en el trono, pero sabía que era el Dios Todopoderoso, el Creador del cielo y de la tierra.
Alrededor del trono había veinticuatro tronos más pequeños, y sobre ellos estaban sentados veinticuatro ancianos. Estos ancianos vestían túnicas blancas, símbolo de la pureza y la victoria, y llevaban coronas de oro en sus cabezas, representando la autoridad y el reinado que les había sido otorgado. Estos veinticuatro ancianos podrían simbolizar a la iglesia redimida, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, o a los representantes de toda la creación que adoran al Señor.
Del trono salían relámpagos, truenos y voces. Estos fenómenos no eran de terror, sino de majestad y poder, recordando a Juan la grandeza de Dios y su dominio sobre todas las cosas. Delante del trono ardían siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios. Estas lámparas representan la plenitud del Espíritu Santo, quien ilumina, guía y santifica a los hijos de Dios.
También delante del trono había algo que parecía un mar de vidrio, claro como el cristal. Este mar simbolizaba la pureza y la perfección de la presencia divina, un lugar donde no hay mancha ni imperfección. Era un recordatorio de que Dios es santo, y que solo aquellos lavados por la sangre del Cordero pueden estar en su presencia.
Alrededor del trono, Juan vio cuatro seres vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás. Estos seres eran criaturas celestiales, cada una con una apariencia única: el primero era semejante a un león, el segundo a un becerro, el tercero tenía rostro como de hombre, y el cuarto era semejante a un águila volando. Estos seres representan las cualidades de Cristo: la realeza (el león), el servicio (el becerro), la humanidad (el rostro de hombre) y la divinidad (el águila). También pueden simbolizar las características de toda la creación que glorifica a Dios.
Estos seres vivientes no cesaban de proclamar día y noche: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir». Cada vez que pronunciaban estas palabras, los veinticuatro ancianos se postraban ante el trono, adoraban al que vive por los siglos de los siglos, y arrojaban sus coronas delante del trono, diciendo: «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas».
La escena era de una adoración sin fin, donde toda la creación reconocía la soberanía y la majestad de Dios. Juan quedó asombrado por la belleza y la solemnidad de esta visión. Era un recordatorio de que, aunque en la tierra hay caos y sufrimiento, en el cielo hay un orden perfecto y una adoración eterna al Rey de reyes.
Esta visión del capítulo 4 de Apocalipsis nos invita a reflexionar sobre la grandeza de Dios y nuestra respuesta ante su majestad. Nos recuerda que Él es el Creador de todo, el que sostiene el universo con su poder, y el único digno de nuestra adoración. En medio de las pruebas y las luchas de la vida, podemos encontrar consuelo y esperanza al saber que un día estaremos ante su trono, uniéndonos a la adoración celestial que nunca cesa.
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Así termina esta narración, inspirada en la visión de Juan, que nos lleva a contemplar la gloria de Dios y a recordar que Él es el centro de todo. Que esta historia nos inspire a vivir vidas que glorifiquen su nombre, mientras esperamos el día en que veremos su rostro y nos uniremos a la adoración eterna. Amén.