**El Perdón y la Humildad: Una Historia Basada en Mateo 18**
En aquellos días, cuando Jesús caminaba por las polvorientas calles de Galilea, rodeado de sus discípulos, el sol brillaba con fuerza sobre las colinas, y el aire estaba lleno del aroma de las flores silvestres. Los discípulos, con sus rostros curtidos por el sol y sus ropas sencillas, seguían al Maestro con devoción, ansiosos por aprender de sus enseñanzas. Pero aquel día, surgió entre ellos una pregunta que resonó en el corazón de cada uno: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?».
Jesús, con su mirada llena de compasión y sabiduría, se detuvo bajo la sombra de un olivo antiguo. Con un gesto suave, llamó a un niño que jugaba cerca y lo colocó en medio de ellos. El niño, con sus ojos brillantes y su rostro inocente, miró a los discípulos con curiosidad. Jesús se arrodilló, colocó sus manos sobre los hombros del pequeño y dijo: «De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos».
Los discípulos se miraron entre sí, reflexionando sobre las palabras del Maestro. La humildad, esa virtud tan esquiva, era la clave para entrar en el reino de Dios. Jesús continuó, su voz resonando con autoridad: «Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe. Pero al que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar».
El rostro de Jesús se tornó serio, y sus palabras cargadas de advertencia hicieron que los discípulos sintieran un escalofrío. El Maestro les estaba enseñando la importancia de cuidar a los más débiles, a los que confían con sencillez. Luego, con una mirada que penetraba en lo más profundo de sus corazones, Jesús les habló sobre el pecado y la necesidad de cortar de raíz todo aquello que los alejara de Dios: «Si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser echado en el fuego eterno».
Los discípulos escuchaban en silencio, comprendiendo que el reino de los cielos exigía un compromiso radical, una entrega total. Pero Jesús no terminó allí. Con una expresión llena de gracia, les habló sobre la importancia de buscar a los perdidos: «¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se había descarriado? Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella, que por las noventa y nueve que no se descarriaron».
La imagen del pastor buscando a la oveja perdida llenó sus corazones de esperanza. Jesús les estaba mostrando el amor incondicional de Dios, que no descansa hasta encontrar a cada uno de sus hijos. Pero el Maestro tenía aún más que enseñarles. Con una voz suave pero firme, les habló sobre el perdón: «Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Y si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano».
Pedro, siempre impulsivo, se acercó a Jesús y le preguntó: «Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces?». Jesús lo miró con una sonrisa tierna y respondió: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete». Los discípulos se sorprendieron ante esta enseñanza. El perdón no tenía límites, era una muestra del amor infinito de Dios.
Para ilustrar su punto, Jesús les contó una parábola: «El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Mas a este, no teniendo con qué pagar, su señor mandó que fuese vendido él, y su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrándose, le suplicaba, diciendo: ‘Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo’. El señor, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda».
Jesús hizo una pausa, y los discípulos podían casi ver al siervo postrado, suplicando por clemencia. Pero la historia no terminó allí: «Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: ‘Págame lo que me debes’. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo’. Mas él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda».
El rostro de Jesús se entristeció al continuar: «Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: ‘Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?’. Y enojado su señor, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía».
Jesús miró a sus discípulos y concluyó: «Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas». El silencio que siguió fue profundo. Los discípulos comprendieron que el perdón no era una opción, sino un mandato divino. El amor de Dios, que les había perdonado tanto, debía reflejarse en su trato con los demás.
El sol comenzaba a ponerse, y las sombras se alargaban sobre la tierra. Jesús se levantó, y los discípulos lo siguieron, meditando en sus enseñanzas. Sabían que el camino del reino de los cielos no era fácil, pero con humildad, amor y perdón, podrían caminar hacia la eternidad, guiados por la luz del Maestro.