Biblia Sagrada

El Consuelo del Maestro en el Aposento Alto

**El Consuelo del Maestro**

En la noche antes de su crucifixión, Jesús se encontraba en el aposento alto con sus discípulos. La habitación estaba iluminada por la tenue luz de las lámparas de aceite, cuyas llamas danzaban suavemente, proyectando sombras en las paredes de piedra. El aire estaba cargado de una mezcla de emociones: la solemnidad de la Pascua judía, la tensión por las palabras que Jesús había pronunciado sobre su partida, y la inquietud en los corazones de los discípulos. Ellos habían dejado todo para seguirle, y ahora, sentían que el suelo bajo sus pies comenzaba a temblar.

Jesús, sabiendo la turbación que embargaba a sus amigos, se dirigió a ellos con una voz serena y llena de compasión. «No se turbe vuestro corazón,» comenzó, mientras sus ojos, llenos de amor y autoridad, recorrían cada rostro. «Creéis en Dios, creed también en mí.» Sus palabras resonaron en el silencio de la habitación, como un bálsamo que buscaba calmar las dudas y los temores.

Tomás, siempre el pragmático, no pudo contener su inquietud. «Señor,» dijo con voz temblorosa, «no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús lo miró con paciencia infinita y respondió: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.» Sus palabras eran claras, pero profundas, como un río que fluía desde la eternidad misma. Él no solo les mostraba el camino; Él era el camino. No solo les enseñaba la verdad; Él era la verdad. No solo les prometía vida; Él era la vida.

Felipe, quizás buscando una confirmación tangible, intervino: «Señor, muéstranos el Padre, y nos basta.» Jesús, con un suspiro que revelaba tanto amor como tristeza, le respondió: «Felipe, ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» Sus palabras eran una revelación divina: en Jesús, la plenitud de Dios habitaba corporalmente. Él era la imagen visible del Dios invisible, el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza.

Jesús continuó hablando, y sus palabras se convirtieron en un torrente de consuelo y promesas. «El que cree en mí, las obras que yo hago, él también las hará; y mayores que estas hará, porque yo voy al Padre.» Les aseguró que, aunque Él se iba, no los dejaría solos. «Y todo lo que pidáis en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.» Era una promesa audaz, una invitación a confiar en el poder de su nombre y en la intercesión que Él haría ante el Padre.

Pero había más. Jesús les prometió algo que cambiaría sus vidas para siempre: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros.» El Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Dios, sería su compañero constante, su guía, su maestro y su consolador. No estarían huérfanos; Él estaría con ellos, en ellos, para siempre.

Judas, no el Iscariote, sino otro discípulo con el mismo nombre, preguntó con curiosidad: «Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?» Jesús respondió con palabras que resonaron en lo más profundo de sus almas: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él.» Era una promesa íntima y gloriosa: Dios mismo haría su hogar en el corazón de aquellos que lo amaban y obedecían.

Jesús concluyó sus palabras con una promesa de paz, una paz que el mundo no podía dar. «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, yo os la doy.» Era una paz que trascendía las circunstancias, una paz que guardaría sus corazones y sus mentes en medio de las tormentas que se avecinaban.

Los discípulos escuchaban en silencio, tratando de absorber cada palabra, cada promesa. Aunque no entendían completamente todo lo que Jesús les decía, algo en sus corazones se aferraba a la certeza de que Él era fiel. Él era el camino, la verdad y la vida. Él era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Y aunque la oscuridad parecía acercarse, la luz de sus palabras brillaba con una claridad que disipaba toda duda.

Jesús, al ver la mezcla de tristeza y esperanza en sus rostros, les dijo una vez más: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.» Y con esas palabras, les recordó que, aunque el camino sería difícil, Él ya había vencido al mundo. Su partida no era el final; era el comienzo de algo mucho más grande, algo que cambiaría el curso de la historia para siempre.

Y así, en aquel aposento alto, bajo la luz de las lámparas de aceite, Jesús dejó un legado de amor, verdad y esperanza. Sus palabras, grabadas en los corazones de sus discípulos, serían el fundamento de su fe en los días venideros. Porque Él era el camino, y en Él, encontrarían la vida eterna.

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