Biblia Sagrada

El Camino del Amor Verdadero en Corinto

**El Camino del Amor Verdadero**

En la antigua ciudad de Corinto, donde el mar Egeo besaba las costas y las montañas se alzaban como testigos silenciosos, había una comunidad de creyentes que buscaban vivir su fe con fervor. Sin embargo, entre ellos surgían disputas y divisiones. Algunos se enorgullecían de sus dones espirituales, otros se sentían superiores por su conocimiento, y otros más se jactaban de su capacidad para hablar en lenguas. Pero en medio de esta confusión, el apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, les escribió una carta que cambiaría sus corazones para siempre.

En una tarde cálida, mientras el sol dorado se despedía en el horizonte, los creyentes se reunieron en la casa de Lidia, una mujer conocida por su hospitalidad. Allí, Timoteo, un joven discípulo de Pablo, les leyó las palabras que el apóstol había enviado desde Éfeso. La habitación se llenó de un silencio reverente mientras las palabras resonaban en el aire:

«Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.»

Los presentes intercambiaron miradas. Algunos bajaron la cabeza, recordando cómo habían usado sus dones para gloriarse a sí mismos. Timoteo continuó, su voz llena de convicción:

«Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.»

Una mujer llamada Marta, conocida por su generosidad, sintió que su corazón se estremecía. Ella había dado mucho a los necesitados, pero ahora se preguntaba si lo había hecho con verdadero amor o simplemente para ser reconocida. Un hombre llamado Lucas, que había predicado con elocuencia, se sintió humillado al darse cuenta de que su motivación no siempre había sido pura.

Timoteo, viendo el impacto de las palabras, hizo una pausa y luego continuó con una descripción del amor que parecía pintar un cuadro vívido en sus mentes:

«El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad.»

Las palabras parecían cobrar vida. Los creyentes imaginaron al amor como un viajero paciente, caminando por senderos polvorientos sin quejarse. Lo vieron como un amigo fiel, siempre dispuesto a tender una mano sin esperar nada a cambio. Lo sintieron como un fuego que purifica, que no se apaga ante la adversidad.

«Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.»

Timoteo levantó la mirada y vio lágrimas en los ojos de algunos. Sabía que estas palabras no eran solo una enseñanza, sino un llamado a transformar sus vidas. El amor del que hablaba Pablo no era un sentimiento pasajero, sino una decisión constante, un reflejo del amor de Dios hacia ellos.

«El amor nunca deja de ser,» continuó Timoteo. «Pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.»

Los creyentes comenzaron a entender. Sus dones, aunque valiosos, eran temporales. El conocimiento que tanto atesoraban era incompleto. Incluso su fe, aunque poderosa, era solo un reflejo de lo que verían cara a cara en la eternidad. Pero el amor, ese amor que venía de Dios, era eterno.

«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño,» leyó Timoteo. «Ahora vemos por espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.»

La habitación se llenó de un silencio profundo. Los creyentes se dieron cuenta de que su fe no era solo una serie de acciones o dones, sino una relación viva con Dios, cuyo amor era la esencia de todo. El amor era el camino que los llevaría a la madurez espiritual, el puente entre lo temporal y lo eterno.

«Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.»

Timoteo cerró el rollo de pergamino y miró a la congregación. No hubo aplausos ni comentarios, solo un silencio reverente. Uno a uno, los creyentes comenzaron a salir de la casa de Lidia, llevando consigo las palabras que habían escuchado. Esa noche, mientras las estrellas brillaban sobre Corinto, muchos se arrodillaron en sus hogares y oraron pidiendo que el amor de Dios transformara sus corazones.

Y así, la comunidad de Corinto comenzó a cambiar. Ya no se jactaban de sus dones, sino que los usaban para servir a los demás. Ya no buscaban su propia gloria, sino que se esforzaban por reflejar el amor de Cristo. Y aunque seguían siendo imperfectos, caminaban juntos en el camino del amor verdadero, sabiendo que, al final, ese amor los llevaría a la presencia de Dios, donde verían todo con claridad y conocerían plenamente, como fueron conocidos.

Y así, el amor, que es el más excelente camino, los guió hacia la eternidad.

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