**El Idolo de Madera y el Poder del Dios Verdadero**
En los días del profeta Jeremías, el pueblo de Judá se encontraba en un estado de gran confusión espiritual. Aunque habían sido elegidos por el Señor como su pueblo especial, muchos se habían apartado de Él, siguiendo a dioses falsos y cayendo en la idolatría. Jeremías, llamado por Dios para ser su voz en medio de la corrupción, recibió una palabra del Señor que debía compartir con el pueblo. Esta palabra era una advertencia solemne y una invitación a volver al único Dios verdadero.
Una mañana, mientras el sol comenzaba a iluminar las calles de Jerusalén, Jeremías se dirigió a la plaza principal, donde los mercaderes vendían sus productos y la gente se reunía para conversar. Entre los puestos, había artesanos que tallaban imágenes de madera y las recubrían con plata y oro. Estas figuras, que representaban a dioses paganos, eran compradas por los habitantes de la ciudad para colocarlas en sus hogares y adorarlas. Jeremías observó con tristeza cómo el pueblo se inclinaba ante estos objetos inanimados, creyendo que tenían poder.
Con voz firme y clara, Jeremías comenzó a proclamar la palabra del Señor: «¡Escuchen, pueblo de Judá! Así dice el Señor: ‘No aprendan el camino de las naciones ni se aterroricen por las señales del cielo, aunque las naciones les tengan temor. Porque las costumbres de los pueblos son vanidad. Cortan un árbol del bosque, y con herramientas lo tallan los artesanos. Lo adornan con plata y oro, lo sujetan con clavos y martillo para que no se tambalee. Estos ídolos son como espantapájaros en un campo de melones; no pueden hablar, y hay que llevarlos, porque no pueden caminar. No les tengan miedo, pues no pueden hacer ni bien ni mal.'»
El profeta continuó, describiendo con detalle la insensatez de adorar objetos hechos por manos humanas. «¿No se dan cuenta de que estos ídolos no tienen vida? Son obra de artesanos, creaciones humanas que no pueden ver, ni oír, ni hablar. ¿Cómo pueden depositar su confianza en algo que no tiene poder para salvar? ¡Vuelvan al Señor, el Dios verdadero, que hizo los cielos y la tierra con su gran poder y su brazo extendido! Él es el único digno de adoración.»
Mientras Jeremías hablaba, algunos de los que pasaban por la plaza se detuvieron para escuchar. Entre ellos había hombres y mujeres que llevaban en sus manos pequeños ídolos de plata, comprados recientemente. Otros, sin embargo, se burlaban del profeta, diciendo: «¿Quién es este que viene a decirnos qué hacer? Nuestros dioses nos han traído prosperidad y paz. No necesitamos sus palabras.»
Pero Jeremías no se dejó intimidar. Con pasión, continuó proclamando la verdad: «El Señor es el Dios verdadero, el Dios vivo, el Rey eterno. A su ira tiembla la tierra, y las naciones no pueden soportar su indignación. Así les dirán: ‘Los dioses que no hicieron los cielos ni la tierra desaparecerán de la tierra y de debajo del cielo.’ Pero el Señor es el que hizo la tierra con su poder, el que estableció el mundo con su sabiduría y extendió los cielos con su inteligencia. Al sonido de su voz se agitan las aguas en los cielos; hace subir las nubes desde los confines de la tierra, envía relámpagos con la lluvia y saca el viento de sus depósitos.»
La voz de Jeremías resonaba en la plaza, y algunos corazones comenzaron a inquietarse. Un hombre mayor, que había estado escuchando en silencio, se acercó al profeta y le dijo: «Jeremías, tus palabras me han conmovido. He vivido muchos años adorando a estos ídolos, pero ahora veo que no tienen vida. ¿Cómo puedo volver al Señor?»
Jeremías miró al hombre con compasión y le respondió: «Arrepiéntete de tu idolatría y vuelve al Señor con todo tu corazón. Él es misericordioso y perdonará tus pecados si te arrepientes de verdad. No hay otro Dios como Él, que perdona la iniquidad y no guarda rencor para siempre. Él desea que lo conozcas y que camines en sus caminos.»
El hombre, con lágrimas en los ojos, cayó de rodillas y clamó al Señor pidiendo perdón. Al ver esto, otros comenzaron a cuestionar sus propias prácticas y a sentir el peso de su pecado. Sin embargo, muchos más endurecieron sus corazones y se alejaron, prefiriendo seguir en su idolatría.
Jeremías, sabiendo que el juicio de Dios era inminente, levantó sus ojos al cielo y oró: «Señor, yo sé que el camino del hombre no está en su mano, y que no es del que camina el dirigir sus pasos. Corrígeme, oh Señor, pero con justicia; no con tu ira, no sea que me reduzcas a nada.»
La historia de Jeremías y su mensaje en Jerusalén nos recuerda la importancia de adorar al Dios verdadero y rechazar toda forma de idolatría. Los ídolos que el pueblo de Judá adoraba no tenían poder, pero el Señor, el Creador de los cielos y la tierra, es digno de toda alabanza y adoración. Su palabra permanece para siempre, y su misericordia está disponible para todos los que se arrepienten y vuelven a Él.