Biblia Sagrada

Juicio y Redención: Los Reyes de Israel y la Ira de Dios

En los días en que el reino de Israel estaba dividido y la idolatría se había extendido como una plaga entre el pueblo, la palabra del Señor vino a Jehú, hijo de Hanani, para pronunciar juicio sobre la casa de Baasa, rey de Israel. Baasa había ascendido al trono tras asesinar a Nadab, hijo de Jeroboam, y aunque había eliminado a la familia de Jeroboam, no había apartado su corazón de los pecados que Jeroboam había cometido, llevando a Israel a adorar becerros de oro en Betel y Dan.

El Señor, a través de Jehú, declaró: «Por cuanto te levanté del polvo y te hice príncipe sobre mi pueblo Israel, pero has andado en el camino de Jeroboam y has hecho pecar a mi pueblo Israel, provocándome a ira con sus pecados, he aquí que yo barreré a la posteridad de Baasa y a la posteridad de su casa. Haré con su casa como hice con la casa de Jeroboam, hijo de Nabat. El que de Baasa muriere en la ciudad, lo comerán los perros; y el que de él muriere en el campo, lo comerán las aves del cielo».

Así fue como la ira de Dios se encendió contra Baasa y su casa, y no pasó mucho tiempo antes de que las palabras del profeta se cumplieran. Baasa murió y fue sepultado en Tirsa, pero su hijo Ela ascendió al trono solo para enfrentar el mismo destino que su padre. Ela reinó dos años en Israel, pero su corazón estaba lejos de Dios. En lugar de buscar al Señor, se entregó a la embriaguez y a la indulgencia, descuidando su deber como rey.

Fue en ese tiempo de decadencia que Zimri, uno de los comandantes de los carros de Ela, conspiró contra él. Un día, mientras Ela estaba en Tirsa, bebiendo y emborrachándose en casa de su mayordomo, Zimri entró y lo mató. Así, Zimri se apoderó del trono y exterminó a toda la casa de Baasa, cumpliendo la palabra que el Señor había pronunciado contra ellos. Ni siquiera perdonó a los amigos de Baasa, dejando que los perros y las aves del cielo se alimentaran de sus cadáveres.

Pero el reinado de Zimri fue breve, como un relámpago que ilumina el cielo por un momento y luego desaparece. Tan pronto como el ejército de Israel, que estaba acampado contra los filisteos, se enteró de lo que había sucedido, proclamaron a Omri, el comandante del ejército, como rey. Omri marchó inmediatamente a Tirsa y sitió la ciudad. Al ver que su situación era desesperada, Zimri entró en el palacio real, lo incendió y pereció entre las llamas. Así, su reinado duró solo siete días, y su nombre quedó marcado por la traición y la desgracia.

Omri, sin embargo, no fue mejor que sus predecesores. Aunque era un hombre de gran habilidad militar y política, su corazón estaba lejos de Dios. Compró el monte de Samaria a un hombre llamado Semer por dos talentos de plata y construyó allí una ciudad fortificada, a la que llamó Samaria, en honor a su dueño original. Pero Samaria se convirtió en un lugar de idolatría y pecado, donde Omri y sus descendientes adoraron a dioses falsos y provocaron la ira del Señor.

Omri reinó doce años en Israel, y sus obras fueron peores que las de todos los reyes que le habían precedido. Caminó en los caminos de Jeroboam, hijo de Nabat, y en el pecado con el que hizo pecar a Israel. Cuando Omri murió, su hijo Acab ascendió al trono, y el mal en Israel alcanzó su punto más bajo.

Acab no solo continuó en los pecados de Jeroboam, sino que también tomó por esposa a Jezabel, hija de Et-baal, rey de los sidonios. Jezabel era una mujer impía y cruel, que introdujo la adoración de Baal en Israel. Acab construyó un altar para Baal en Samaria y erigió una imagen de Asera, provocando al Señor más que todos los reyes de Israel que le habían precedido. Bajo su reinado, la idolatría y la corrupción se extendieron por todo el reino, y el pueblo de Israel se alejó cada vez más de su Dios.

Fue en este tiempo de oscuridad espiritual que el profeta Elías surgió como una voz de juicio y esperanza. Elías se enfrentó a Acab y le anunció que no habría lluvia ni rocío en los años siguientes, excepto por su palabra. Así, el Señor demostró que Él era el único Dios verdadero, y que los ídolos de Baal y Asera no tenían poder alguno.

La historia de estos reyes—Baasa, Ela, Zimri, Omri y Acab—es un recordatorio solemne de las consecuencias de apartarse de Dios. Sus vidas fueron marcadas por la violencia, la traición y la idolatría, y sus reinados terminaron en desgracia. Pero incluso en medio de tanta oscuridad, la luz de la verdad de Dios brilló a través de sus profetas, recordando al pueblo que el Señor es misericordioso y fiel, y que siempre está dispuesto a perdonar a aquellos que se arrepienten y vuelven a Él.

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