**El Voto de Jael y la Fidelidad de Dios**
En los días en que Israel vagaba por el desierto, bajo la dirección de Moisés, el pueblo aprendía a vivir bajo las leyes y mandatos que Dios les había dado. Entre estas leyes, se encontraba una que hablaba sobre los votos y las promesas, una enseñanza que resonaba profundamente en el corazón de aquellos que deseaban honrar al Señor con sus palabras y acciones. Esta ley, registrada en Números 30, establecía que cuando un hombre o una mujer hacía un voto al Señor, debía cumplirlo sin falta. Sin embargo, había una provisión especial para las mujeres jóvenes que vivían bajo la autoridad de sus padres o las mujeres casadas bajo la autoridad de sus esposos. Si el padre o el esposo escuchaba el voto y no lo objetaba, el voto quedaba firme. Pero si lo objetaba, el voto era anulado, y el Señor lo perdonaba.
En aquel tiempo, en el campamento de Israel, vivía una joven llamada Jael. Era hija de un levita llamado Eleazar, un hombre temeroso de Dios que servía en el tabernáculo. Jael había crecido escuchando las historias de cómo Dios había liberado a su pueblo de Egipto y cómo los guiaba con una columna de nube de día y de fuego de noche. Su corazón ardía de amor por el Señor, y deseaba consagrar su vida completamente a Él.
Un día, mientras meditaba en la tienda de su familia, Jael sintió un profundo llamado en su corazón. Quería hacer un voto especial al Señor, un compromiso que reflejara su devoción y gratitud. Decidió que se abstendría de comer cualquier fruto de la vid—uvas, pasas o vino—durante un año, como una ofrenda de sacrificio y adoración al Señor. Con lágrimas en los ojos, se arrodilló y pronunció su voto en voz alta, pidiendo a Dios que la ayudara a cumplirlo fielmente.
Al día siguiente, Jael se acercó a su padre, Eleazar, y con humildad le contó sobre el voto que había hecho. Eleazar, un hombre sabio y lleno del Espíritu de Dios, escuchó atentamente. Sabía que los votos no eran algo que debía tomarse a la ligera, pues las palabras pronunciadas ante el Señor tenían un peso eterno. Después de reflexionar, Eleazar le dijo a su hija: «Hija mía, tu deseo de honrar al Señor es noble. Si este voto viene de un corazón sincero, yo no me opondré. Que el Señor te fortalezca para cumplirlo».
Jael se sintió aliviada y agradecida. Sabía que su padre tenía la autoridad para anular su voto, pero su apoyo la llenó de alegría. Durante los siguientes meses, Jael se mantuvo fiel a su promesa. Cada vez que alguien le ofrecía uvas o vino, recordaba su voto y declinaba con amabilidad. Aunque a veces era difícil, especialmente durante las fiestas y celebraciones, Jael encontraba fuerza en la presencia de Dios y en el apoyo de su familia.
Sin embargo, no todo fue fácil. Un día, un grupo de mujeres del campamento se acercó a Jael mientras recogía agua del manantial. «¿Por qué no pruebas este vino nuevo?», le preguntó una de ellas, sosteniendo una copa. «Es dulce y refrescante». Jael sintió la tentación, pero recordó su voto y respondió con firmeza: «He hecho una promesa al Señor, y no puedo romperla. Mi voto es sagrado». Las mujeres se rieron y se burlaron de ella, diciendo que era demasiado estricta y que Dios no se enojaría por algo tan pequeño. Pero Jael se mantuvo firme, sabiendo que su obediencia era un acto de amor hacia Dios.
Pasaron los meses, y el año de su voto llegó a su fin. Jael se sintió llena de gratitud al ver cómo Dios la había sostenido y fortalecido. En el último día, se reunió con su familia y amigos para celebrar. Eleazar, su padre, levantó una copa de agua y dijo: «Hoy honramos a mi hija Jael, quien ha demostrado que el amor y la fidelidad a Dios son más valiosos que cualquier placer temporal. Que su ejemplo nos inspire a todos a vivir con integridad y devoción».
Jael sonrió, sintiendo la paz de haber cumplido su promesa. Sabía que no había sido por su propia fuerza, sino por la gracia de Dios. Y en ese momento, recordó las palabras de Números 30: «Si un hombre hace un voto al Señor, o hace un juramento para obligarse a una abstinencia, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca».
Así, la historia de Jael se convirtió en un testimonio en el campamento de Israel. Su vida recordaba a todos que las promesas hechas a Dios no deben tomarse a la ligera, y que Él honra a aquellos que lo honran con sus palabras y acciones. Y aunque Jael era una joven sencilla, su fidelidad resonó en los corazones de muchos, recordándoles que el Señor es digno de toda nuestra devoción y obediencia.