Biblia Sagrada

La Luz de Cristo en las Tinieblas

**La Luz que Brilla en las Tinieblas**

En los días antiguos, cuando los apóstoles caminaban por la tierra, testificando de aquel que habían visto, oído y tocado, Juan, el discípulo amado, se levantó con un mensaje urgente para la iglesia. Era un mensaje que resonaba con la verdad eterna, un mensaje que hablaba de la luz que había venido al mundo, una luz que las tinieblas no podían comprender ni extinguir.

Juan, ya anciano, con el rostro marcado por los años de servicio y sufrimiento, se sentó en una pequeña habitación iluminada por la tenue luz de una lámpara de aceite. Sus manos, temblorosas pero firmes en su propósito, tomaron un rollo de pergamino. Con tinta oscura y letra cuidadosa, comenzó a escribir:

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida…»

Sus palabras fluían como un río de vida, recordando a los creyentes la realidad tangible de Jesucristo. No era un mito, no era una leyenda. Él había estado allí, había caminado junto al Maestro, había escuchado sus enseñanzas, había visto sus milagros, había tocado sus heridas después de la resurrección. Jesús era real, y su mensaje era claro: la vida eterna se había manifestado, y ellos, los apóstoles, eran testigos de ello.

Juan continuó escribiendo, su pluma deslizándose sobre el pergamino con determinación: «Y esta vida se manifestó, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó.»

El anciano apóstol hizo una pausa, recordando aquellos días gloriosos cuando Jesús caminaba entre ellos. Recordó cómo la luz de su presencia iluminaba cada lugar al que iban. En las sinagogas, en los campos, en las casas, incluso en las tormentas del mar de Galilea, la luz de Cristo brillaba, disipando las tinieblas del pecado y la muerte.

Pero ahora, años después, Juan sabía que muchos habían comenzado a dudar. Algunos decían que el pecado no importaba, que podían vivir en oscuridad y aún así tener comunión con Dios. Otros afirmaban que no tenían pecado, engañándose a sí mismos y negando la verdad. Por eso, Juan escribió con firmeza:

«Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.»

Sus palabras eran claras como el cristal. No había lugar para la hipocresía en el reino de Dios. Aquellos que decían seguir a Cristo pero vivían en pecado estaban engañándose a sí mismos. La verdadera comunión con Dios requería andar en la luz, vivir en santidad y reconocer la necesidad constante de la gracia y el perdón.

Juan recordó las palabras de Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.» Esa luz no solo iluminaba el camino, sino que también revelaba las impurezas del corazón. Por eso, Juan continuó:

«Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.»

El apóstol sabía que la confesión era esencial. No podían esconder sus pecados bajo la alfombra, pretendiendo que no existían. La luz de Cristo lo revelaba todo, pero también ofrecía la solución: el perdón. Jesús, el Cordero de Dios, había derramado su sangre para limpiarlos de toda maldad. No había pecado tan grande que su gracia no pudiera cubrir.

Juan levantó la vista de su pergamino y miró hacia la ventana. El sol comenzaba a ponerse, y las sombras de la noche se acercaban. Pero él sabía que, aunque la oscuridad cubriera la tierra, la luz de Cristo nunca se extinguiría. Esa luz brillaba en los corazones de los creyentes, guiándolos, santificándolos y recordándoles la esperanza de la vida eterna.

Con un suspiro de satisfacción, Juan terminó su carta: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.»

El anciano apóstol enrolló el pergamino y lo selló con cera. Sabía que estas palabras serían leídas en las iglesias, recordando a los creyentes la importancia de andar en la luz, de confesar sus pecados y de vivir en la verdad del evangelio. Era un mensaje de esperanza, de gracia y de amor, un mensaje que resonaría a través de los siglos, recordando a todos que la luz de Cristo sigue brillando en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecerán contra ella.

Y así, con el rollo en sus manos, Juan se levantó y salió de la habitación, listo para llevar el mensaje a aquellos que lo necesitaban. Porque él sabía que, mientras la luz de Cristo brillara en los corazones de los hombres, el mundo nunca estaría completamente oscuro.

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