Biblia Sagrada

Primicias y Gratitud: Pacto de Fidelidad en Moab

**La Ofrenda de las Primicias: Una Historia de Gratitud y Fidelidad**

En los días en que el pueblo de Israel se preparaba para cruzar el río Jordán y entrar en la tierra prometida, Moisés, el siervo de Dios, reunió a toda la congregación en las llanuras de Moab. El sol brillaba sobre las tiendas de los israelitas, y el aire estaba lleno de expectación y reverencia. Moisés, con su barba blanca y su rostro iluminado por la presencia divina, se levantó frente al pueblo para recordarles las palabras que el Señor le había dado.

«Hijos de Israel», comenzó Moisés con voz firme, «cuando hayáis entrado en la tierra que el Señor, vuestro Dios, os da como herencia, y la poseáis y habitéis en ella, no olvidéis de dónde habéis venido ni quién os ha traído hasta aquí. El Señor, en su misericordia, os ha guiado a través del desierto, os ha alimentado con maná y os ha dado agua de la roca. Ahora, al entrar en esta tierra que mana leche y miel, debéis recordar que todo lo que tenéis viene de Él».

Moisés continuó explicando el mandamiento que el Señor les había dado: «Cuando hayáis entrado en la tierra y hayáis cosechado los primeros frutos de vuestros campos, tomaréis una porción de esos frutos y los llevaréis al lugar que el Señor haya escogido para morada de su nombre. Allí, presentaréis vuestra ofrenda al sacerdote que esté de servicio en aquellos días».

El pueblo escuchaba en silencio, imaginando los campos fértiles que pronto serían suyos. Moisés describió cómo debían ser las primicias: «Tomaréis de los primeros frutos de vuestra tierra, ya sean granos de trigo, cebada, uvas, higos o granadas. Los colocaréis en una canasta y los llevaréis al santuario del Señor».

Luego, Moisés les enseñó las palabras que debían pronunciar al presentar su ofrenda: «Diréis al sacerdote: ‘Declaro hoy ante el Señor, tu Dios, que he entrado en la tierra que el Señor juró a nuestros padres que nos daría’. Y el sacerdote tomará la canasta de tus manos y la colocará delante del altar del Señor».

Moisés hizo una pausa y miró a los rostros de los israelitas, viendo en ellos una mezcla de asombro y gratitud. «Entonces», continuó, «pronunciaréis estas palabras ante el Señor: ‘Mi padre fue un arameo errante, que descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, pero allí se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos afligieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces clamamos al Señor, el Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo extendido, con gran terror, con señales y prodigios. Nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo las primicias de los frutos de la tierra que el Señor me ha dado'».

El pueblo asintió en silencio, recordando las maravillas que el Señor había hecho por ellos. Moisés les recordó que, después de presentar la ofrenda, debían celebrar con alegría. «Y te alegrarás por todo el bien que el Señor, tu Dios, te ha dado a ti y a tu casa, junto con el levita y el extranjero que habite en medio de ti», dijo Moisés.

Luego, Moisés les recordó la importancia de la obediencia y la fidelidad. «Guarda estos mandamientos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma. Hoy has declarado que el Señor es tu Dios, y que andarás en sus caminos, guardarás sus estatutos, sus mandamientos y sus decretos, y escucharás su voz. Y el Señor ha declarado hoy que tú eres su pueblo, su posesión preciosa, como te lo ha prometido, y que guardarás todos sus mandamientos».

El pueblo respondió con una sola voz: «¡Amén! Haremos todo lo que el Señor ha mandado». Y así, con corazones llenos de gratitud y reverencia, los israelitas se prepararon para entrar en la tierra prometida, sabiendo que su prosperidad y bendición dependían de su fidelidad al Señor.

Moisés concluyó su discurso con una bendición: «El Señor te exaltará sobre todas las naciones que ha hecho, para que seas alabanza, renombre y gloria, y para que seas un pueblo santo para el Señor, tu Dios, como Él ha dicho».

Y así, bajo el cielo azul de Moab, el pueblo de Israel renovó su pacto con el Señor, recordando que todo lo que tenían y todo lo que serían provenía de la mano fiel y misericordiosa de su Dios. Las primicias no eran solo una ofrenda de gratitud, sino un recordatorio perpetuo de que el Señor era su proveedor, su libertador y su rey. Y en ese momento, el pueblo supo que, mientras permanecieran fieles, la bendición del Señor estaría sobre ellos para siempre.

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