**El Misterio de la Sabiduría de Dios**
En la bulliciosa ciudad de Corinto, donde el ruido de los mercados y las discusiones filosóficas llenaban las calles, el apóstol Pablo se encontraba entre los creyentes. Había llegado a esta ciudad con un corazón lleno de amor por Cristo y un mensaje que no dependía de la elocuencia humana ni de la sabiduría terrenal, sino del poder de Dios.
Pablo, un hombre de estatura modesta pero de espíritu imponente, se reunió con los hermanos en una casa humilde. Las paredes de piedra resonaban con las voces de aquellos que habían dejado atrás sus ídolos para seguir al Dios vivo. Pablo, con su voz firme pero llena de compasión, comenzó a hablarles:
«Hermanos, cuando vine a vosotros, no lo hice con palabras elocuentes o con sabiduría humana para anunciaros el testimonio de Dios. Porque me propuse no saber entre vosotros cosa alguna, excepto a Jesucristo, y a este crucificado.»
Los ojos de los creyentes se fijaron en Pablo, mientras él continuaba: «Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor. Mi mensaje y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría humana, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.»
Pablo hizo una pausa, permitiendo que sus palabras resonaran en los corazones de sus oyentes. Luego, con un tono más profundo, continuó: «Sin embargo, hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y no la sabiduría de este mundo, ni de los príncipes de este mundo, que se desvanecen. Sino que hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria.»
Los creyentes, algunos de ellos antiguos filósofos y otros simples pescadores, escuchaban con atención. Pablo, con gestos apasionados, explicaba: «Ninguno de los príncipes de este mundo conoció esta sabiduría, porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria. Pero como está escrito: ‘Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.'»
El ambiente en la habitación se llenó de un silencio reverente. Pablo, con una mirada que parecía penetrar en lo más profundo de sus almas, añadió: «Pero Dios nos las reveló a nosotros por su Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.»
Pablo extendió sus manos, como si quisiera abrazar a todos en la habitación, y dijo: «Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido. De esto también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.»
Luego, con un tono más solemne, Pablo continuó: «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio, el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo.»
Al terminar, Pablo se sentó, y un profundo silencio llenó la habitación. Los creyentes, con lágrimas en los ojos y corazones llenos de gratitud, comenzaron a alabar a Dios. Comprendieron que la verdadera sabiduría no se encontraba en los discursos filosóficos ni en las elocuentes palabras de los sabios de este mundo, sino en el misterio revelado por el Espíritu de Dios.
Y así, en aquel lugar humilde, el mensaje de la cruz, que para muchos era locura, se convirtió en el poder de Dios para salvación de todos los que creyeron. La sabiduría de Dios, oculta desde los siglos, brilló en sus corazones, iluminando sus vidas con la gloria de Cristo.
Y Pablo, con un suspiro de satisfacción, supo que su labor no había sido en vano, porque el Espíritu de Dios había tocado sus corazones, y la mente de Cristo habitaba en ellos.