En la ciudad de Jerusalén, bajo el cálido resplandor del sol que iluminaba las estrechas calles de piedra, un hombre llamado Nicodemo caminaba con paso apresurado. Era un fariseo, un líder respetado entre los judíos, conocido por su conocimiento de la Ley y su devoción a Dios. Sin embargo, algo inquietaba su corazón. Había oído hablar de un hombre llamado Jesús, un rabino que realizaba señales milagrosas y hablaba con una autoridad que nadie más parecía tener. Nicodemo sentía que necesitaba hablar con Él, pero no quería que lo vieran. Así que, bajo el manto de la noche, se dirigió al lugar donde Jesús se hospedaba.
La luna brillaba en lo alto, arrojando sombras alargadas sobre las paredes de las casas. Nicodemo llegó a la puerta y, después de un momento de vacilación, llamó suavemente. Jesús, que parecía estar esperándolo, lo recibió con una sonrisa serena. «Rabí», comenzó Nicodemo, con voz temblorosa pero respetuosa, «sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él».
Jesús lo miró con ojos profundos, como si pudiera ver más allá de las palabras de Nicodemo, hasta el fondo de su alma. «De cierto, de cierto te digo», respondió Jesús con voz firme pero llena de compasión, «que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios».
Nicodemo frunció el ceño, confundido. «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?», preguntó, con una mezcla de incredulidad y curiosidad. «¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?»
Jesús sonrió levemente, como si entendiera la lucha interna de Nicodemo. «De cierto, de cierto te digo», continuó, «que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: ‘Os es necesario nacer de nuevo'».
Nicodemo se quedó en silencio, tratando de asimilar las palabras de Jesús. El viento nocturno soplaba suavemente, llevando consigo el aroma de los olivos cercanos. Jesús continuó, explicando con paciencia: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que es nacido del Espíritu».
Nicodemo, aún más perplejo, preguntó: «¿Cómo puede hacerse esto?»
Jesús lo miró con una mezcla de ternura y autoridad. «¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?», dijo. «De cierto, de cierto te digo que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; pero no recibís nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?»
Nicodemo sintió que su mundo se tambaleaba. Aquellas palabras resonaban en su mente, desafiando todo lo que había creído hasta entonces. Jesús, viendo su lucha, continuó: «Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna».
El corazón de Nicodemo latía con fuerza. Las palabras de Jesús eran como un rayo de luz en la oscuridad de su entendimiento. Jesús prosiguió, con una voz que parecía resonar en lo más profundo del alma: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él».
Nicodemo sintió que un peso se levantaba de su corazón. Las palabras de Jesús eran claras, pero también desafiaban todo lo que él había aprendido. Jesús continuó: «El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios».
Nicodemo se quedó en silencio, meditando en aquellas palabras. La noche avanzaba, y las estrellas brillaban con intensidad en el cielo. Jesús lo miró con compasión, sabiendo que Nicodemo necesitaba tiempo para asimilar todo lo que había escuchado. «Ve en paz», le dijo suavemente. «El Espíritu de Dios está obrando en ti».
Nicodemo se levantó, sintiendo una mezcla de paz y agitación en su corazón. Sabía que su vida no sería la misma después de aquella noche. Mientras caminaba de regreso a su casa, las palabras de Jesús resonaban en su mente: «El que en él cree, no es condenado… mas tenga vida eterna».
A partir de ese momento, Nicodemo comenzó a ver el mundo de una manera diferente. Aunque no entendía todo, sabía que había encontrado algo—o alguien—que valía la pena seguir. Y así, bajo el manto de la noche, un fariseo comenzó un viaje que lo llevaría a una nueva vida, una vida nacida del agua y del Espíritu.