**La Profecía de Ezequiel contra los Montes de Israel**
En aquellos días, cuando el pueblo de Israel se había alejado de los caminos del Señor, entregándose a la idolatría y a las abominaciones, la palabra del Señor vino al profeta Ezequiel, hijo de Buzi, en la tierra de los caldeos, junto al río Quebar. El Espíritu de Dios descendió sobre Ezequiel con gran poder, y el profeta sintió el peso de la misión que el Señor le encomendaba. Era un mensaje de juicio, pero también de esperanza, dirigido a los montes de Israel, aquellos lugares altos donde el pueblo había levantado ídolos y profanado el nombre del Señor.
El Señor le dijo a Ezequiel: «Hijo de hombre, dirige tu rostro hacia los montes de Israel y profetiza contra ellos. Di: ¡Escuchen, montes de Israel, la palabra del Señor! Así ha dicho el Señor Dios a los montes y a las colinas, a los valles y a los arroyos: ‘He aquí, yo, el Señor, traigo sobre ustedes la espada, y destruiré sus lugares altos. Sus altares serán devastados, sus pilares sagrados serán quebrados, y haré caer a sus muertos delante de sus ídolos. Esparciré sus huesos alrededor de sus altares, en todos los lugares donde ofrecieron incienso a sus dioses falsos. Las ciudades serán desoladas, y los lugares altos quedarán en ruinas. Sus altares serán asolados y destruidos, sus ídolos serán quebrados y cesarán, sus pilares sagrados serán derribados, y las obras de sus manos serán borradas.'»
Ezequiel, con voz firme y corazón afligido, pronunció estas palabras, sintiendo el dolor de un pueblo que había abandonado a su Creador. Los montes de Israel, testigos silenciosos de la infidelidad del pueblo, escucharon la sentencia divina. El profeta continuó: «Así dice el Señor: ‘En todas sus moradas, las ciudades serán asoladas, y los lugares altos quedarán desiertos, para que sus altares sean destruidos y sus ídolos quebrados. Entonces sabrán que yo soy el Señor.'»
El juicio de Dios no era solo contra los lugares físicos, sino contra el corazón endurecido de su pueblo. Ezequiel, movido por el Espíritu, anunció que el castigo vendría en forma de espada, hambre y pestilencia. Los ídolos que habían sido adorados con tanta devoción no podrían salvarles. Los altares que habían construido con tanto esmero no les darían refugio. El Señor haría caer su ira sobre ellos, y los sobrevivientes serían esparcidos entre las naciones, llevando consigo el peso de su rebelión.
Pero en medio de la severidad del juicio, el Señor dejó una puerta abierta a la esperanza. Ezequiel continuó: «Así dice el Señor: ‘Aunque los esparza entre las naciones y los disperse por los países, aun así seré para ellos un santuario en los países adonde hayan llegado. Y les haré saber que yo soy el Señor.'» Aunque el pueblo sería castigado por su infidelidad, Dios no los abandonaría por completo. Él sería su refugio incluso en el exilio, y a través de la disciplina, les haría volver a Él.
El profeta describió con detalle la devastación que caería sobre los montes de Israel. Los altares de piedra, tallados con tanto cuidado, serían reducidos a escombros. Los pilares sagrados, símbolos de la idolatría, serían derribados y pisoteados. Los ídolos de madera y piedra, que el pueblo había adorado como dioses, serían quemados y destruidos. Las ciudades quedarían en silencio, sin el bullicio de la gente, y los campos quedarían desolados, sin el sonido del ganado. El juicio de Dios sería completo, dejando claro que Él es el único Dios verdadero, y que no hay otro fuera de Él.
Ezequiel concluyó su profecía con una advertencia solemne: «Así dice el Señor: ‘Golpearé mis manos contra la codicia que han mostrado por la sangre derramada, y contra la idolatría que han cometido en medio de ustedes. Entonces sabrán que yo soy el Señor.'» El profeta levantó sus manos hacia el cielo, simbolizando el juicio divino que caería sobre el pueblo. La codicia y la idolatría, que habían llevado a Israel a alejarse de Dios, serían castigadas sin misericordia.
Pero incluso en medio de la oscuridad del juicio, el Señor recordó a su pueblo que Él es un Dios de misericordia y restauración. Ezequiel anunció: «Así dice el Señor: ‘Cuando yo les haya quebrantado el corazón a causa de sus pecados, y hayan sido humillados, entonces recordarán mi nombre y se volverán a mí. Sabrán que yo soy el Señor, y que no hablé en vano cuando les anuncié este mal.'» El propósito del juicio no era destruir, sino restaurar. A través de la disciplina, Dios llevaría a su pueblo de vuelta a Él, para que reconocieran su soberanía y su amor.
Y así, la profecía de Ezequiel contra los montes de Israel se cumplió. Las ciudades fueron destruidas, los altares fueron derribados, y el pueblo fue llevado al exilio. Pero en medio de la desolación, el Señor siguió siendo fiel. Él fue un santuario para su pueblo en tierra extraña, y a través de la disciplina, los llevó de vuelta a su presencia. Y así, el nombre del Señor fue glorificado, y su pueblo aprendió que no hay otro Dios fuera de Él.