Biblia Sagrada

Sed del Alma: La Fe de Eliab en el Salmo 42

**El Anhelo del Alma: Una Historia Basada en el Salmo 42**

En los días antiguos, cuando las tribus de Israel aún peregrinaban por la tierra prometida, había un hombre llamado Eliab, un levita que servía en el tabernáculo de Dios. Eliab era conocido por su profunda devoción y su amor por la presencia del Señor. Cada mañana, al amanecer, se postraba ante el altar, levantando sus manos en adoración y derramando su corazón en oración. Su vida estaba dedicada a buscar el rostro de Dios, y su alma encontraba paz en los atrios del Santuario.

Pero llegó un tiempo de prueba para Eliab. Una sequía espiritual y emocional cayó sobre su vida. Las circunstancias lo llevaron lejos de Jerusalén, a una tierra extraña y hostil, donde el sonido de los címbalos y las voces de los cantores ya no resonaban en sus oídos. Allí, en medio de las montañas de los Hermonitas, rodeado de gente que no conocía al Dios de Israel, Eliab comenzó a sentir una profunda sed en su alma. Era como si un río que antes fluía con aguas vivas se hubiera secado, dejando solo un lecho árido y desolado.

Una noche, mientras el viento frío de las montañas soplaba sobre su rostro, Eliab se sentó junto a un arroyo que corría mansamente. Las aguas cristalinas reflejaban la luz de la luna, y el sonido del agua le recordó las corrientes que fluían en el valle de Sion. Con lágrimas en los ojos, clamó en su corazón: *»Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?»* (Salmo 42:1-2).

Eliab recordaba los días en que caminaba con la multitud hacia la casa de Dios, entre cantos de alegría y alabanza. Las memorias de aquellos momentos lo llenaban de nostalgia y dolor. *»Mis lágrimas han sido mi alimento de día y de noche, mientras me dicen continuamente: ¿Dónde está tu Dios?»* (Salmo 42:3). Los habitantes de aquella tierra, que no conocían al Señor, se burlaban de él, preguntándole por qué su Dios no lo rescataba de su aflicción.

Pero en medio de su angustia, Eliab encontró consuelo en la esperanza. Se decía a sí mismo: *»¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío»* (Salmo 42:5). Aunque su corazón estaba abatido, sabía que el Señor era fiel y que no lo abandonaría. Cada noche, al acostarse, elevaba sus pensamientos hacia el cielo, recordando las misericordias de Dios en el pasado. *»De noche tendré en la memoria tus cánticos; meditaré en mi corazón, y mi espíritu inquirirá»* (Salmo 42:8).

Un día, mientras caminaba por las montañas, Eliab llegó a una cascada imponente. El agua caía con fuerza desde lo alto, creando un estruendo que resonaba en todo el valle. Al contemplar aquella maravilla de la creación, Eliab sintió que Dios le hablaba a través de la naturaleza. *»El Señor mandará su misericordia en el día, y de noche su cántico estará conmigo, mi oración al Dios de mi vida»* (Salmo 42:8). Comprendió que, así como las aguas de la cascada nunca dejaban de fluir, la misericordia de Dios era inagotable y siempre estaba presente, incluso en los momentos más oscuros.

Con el tiempo, Eliab regresó a Jerusalén. Al cruzar las puertas de la ciudad santa, su corazón se llenó de alegría. Corrió hacia el tabernáculo y se postró ante el altar, derramando su gratitud y alabanza. *»¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío»* (Salmo 42:11). Había aprendido que, aunque el camino fuera difícil, Dios nunca lo abandonaba. Su alma, que una vez había clamado con sed, ahora estaba saciada por la presencia del Señor.

Y así, Eliab continuó sirviendo en el tabernáculo, recordando siempre que, en los momentos de sequía espiritual, solo hay que clamar a Dios, porque Él es el manantial de aguas vivas que nunca se seca. *»Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz»* (Salmo 36:9). Y su vida se convirtió en un testimonio vivo de que, aunque el alma pueda sentirse abatida, la esperanza en Dios nunca defrauda.

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