Biblia Sagrada

La Justicia de Dios en un Mundo de Maldad: El Salmo 10

**El Salmo 10: La Justicia de Dios en un Mundo de Maldad**

En los días antiguos, cuando los hombres caminaban por la tierra con corazones divididos entre la luz y la oscuridad, hubo un tiempo en que la maldad parecía triunfar. Los impíos, con sus mentes llenas de orgullo y sus manos manchadas de injusticia, se levantaron como gigantes que desafiaban los cielos. Sus palabras eran como flechas envenenadas, y sus acciones, como redes tendidas para atrapar a los inocentes.

En una pequeña aldea al pie de las montañas, vivía un hombre llamado Eliab. Era un hombre justo, temeroso de Dios, pero su vida estaba rodeada de aflicción. Los malvados de la región, liderados por un hombre cruel llamado Nabal, habían tomado el control de las tierras y oprimían a los pobres. Nabal, con su riqueza y poder, se burlaba de los débiles y decía en su corazón: «Dios no ve, no hay Dios». Sus palabras resonaban como truenos en los oídos de los afligidos, y su arrogancia no conocía límites.

Eliab, sin embargo, no perdía la esperanza. Cada noche, se arrodillaba en su humilde hogar y clamaba al Señor: «¿Por qué, oh Señor, estás lejos? ¿Por qué te escondes en tiempos de angustia?». Sus lágrimas caían sobre el suelo de tierra mientras recordaba las palabras del salmista: «En su soberbia, el malvado persigue al pobre; sean atrapados en las trampas que han tendido».

Un día, mientras Eliab caminaba por el mercado, vio cómo los hombres de Nabal arrebataban las escasas provisiones de una viuda y sus hijos. La mujer, desesperada, suplicaba clemencia, pero los hombres solo se reían. Eliab, con el corazón ardiendo de indignación, se acercó y les dijo: «¿No temen al Dios del cielo, que ve todas vuestras acciones?». Pero los hombres lo empujaron y lo llamaron loco. «Dios no interviene», le dijeron con desprecio. «El poder es nuestro, y haremos lo que nos plazca».

Eliab regresó a su casa con el alma abatida. Aquella noche, mientras oraba, sintió una paz extraña. Era como si una voz suave le susurrara al corazón: «El Señor es Rey eternamente; de la tierra han perecido las naciones. Tú, oh Señor, has oído el clamor de los humildes; tú fortalecerás su corazón y les darás oídos atentos». Eliab se aferró a esas palabras como un náufrago a una tabla en medio del mar.

Días después, una tormenta furiosa descendió sobre la región. Los vientos aullaban como lobos hambrientos, y las lluvias caían con tanta fuerza que los ríos se desbordaron. Nabal, confiado en su riqueza, había construido su casa en lo alto de una colina, creyendo que nada podría derribarla. Pero aquella noche, un rayo cayó sobre su hogar, y las llamas consumieron todo lo que había acumulado con tanta avaricia. Nabal, atrapado en su propia arrogancia, pereció junto con sus riquezas.

Al amanecer, la noticia se extendió por la aldea. Los hombres que antes habían oprimido a los débiles ahora temblaban, sabiendo que la mano de Dios había actuado. Eliab, al ver la justicia divina, alzó sus manos al cielo y dijo: «El Señor es Rey por siempre y para siempre; tú, oh Señor, has escuchado el deseo de los humildes; tú fortalecerás su corazón y les darás oídos atentos, para hacer justicia al huérfano y al oprimido, para que el hombre de la tierra no vuelva a causar terror».

Desde aquel día, la aldea cambió. Los impíos, al ver el poder de Dios, se arrepintieron de sus maldades, y los pobres fueron restaurados. Eliab, fortalecido en su fe, se convirtió en un líder para su pueblo, recordándoles siempre que el Señor no abandona a los que confían en Él. Y así, el Salmo 10 se cumplió una vez más: «El Señor es Rey eternamente; de la tierra han perecido las naciones. Tú, oh Señor, has oído el clamor de los humildes; tú fortalecerás su corazón y les darás oídos atentos».

Y la justicia de Dios brilló como el sol de mediodía, recordando a todos que, aunque los malvados parezcan triunfar por un tiempo, el Señor siempre tiene la última palabra.

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