Biblia Sagrada

El Reino de Justicia y la Gloria de Dios en Isaías

**El Reino de Justicia y la Gloria de Dios**

En aquellos días, el profeta Isaías recibió una palabra del Señor, una visión que hablaba de juicio y esperanza, de destrucción y restauración. El pueblo de Judá estaba en medio de la angustia, rodeado de enemigos que buscaban su ruina. Los asirios, con su poderío militar, habían extendido su dominio sobre muchas naciones, y Jerusalén temblaba ante la posibilidad de ser conquistada. Pero en medio de la oscuridad, el Señor alzó su voz para recordarles que Él era su refugio y su fortaleza.

Isaías comenzó a proclamar la palabra del Señor: «¡Ay de ti, destructor, que no has sido destruido! ¡Ay de ti, traidor, que no has sido traicionado! Cuando termines de destruir, serás destruido; cuando dejes de traicionar, serás traicionado». Estas palabras resonaron como un trueno en los corazones de los opresores, aquellos que confiaban en su propia fuerza y en su capacidad para someter a otros. El Señor no permitiría que su pueblo fuera aplastado para siempre; llegaría el día en que los enemigos de Judá caerían bajo el peso de su propia maldad.

El profeta continuó: «Oh Señor, ten misericordia de nosotros; en ti hemos puesto nuestra esperanza. Sé nuestra fuerza cada mañana, nuestra salvación en tiempo de angustia». El pueblo, agobiado por el miedo y la incertidumbre, clamó al cielo. Sabían que su única esperanza estaba en el Dios de Israel, aquel que había partido el mar Rojo y había derribado los muros de Jericó. Aunque los ejércitos enemigos parecían invencibles, el Señor era más poderoso que cualquier fuerza terrenal.

Entonces, Isaías describió la gloria del Señor que se manifestaría: «Al sonido del tumulto, los pueblos huyen; cuando te levantas, las naciones se dispersan». El profeta pintó un cuadro vívido del poder de Dios, que haría temblar la tierra y haría huir a los ejércitos enemigos como hojas arrastradas por el viento. El Señor no solo libraría a su pueblo, sino que también establecería su reino de justicia y paz.

«Los ojos de los veraces verán al Rey en su hermosura; contemplarán una tierra que se extiende lejos», anunció Isaías. Esta promesa llenó de esperanza a los fieles. No se trataba solo de una liberación temporal, sino de una visión del futuro glorioso que Dios tenía preparado para su pueblo. El Rey prometido, el Mesías, vendría a gobernar con equidad y rectitud. Su reino no tendría fin, y en él no habría lugar para la opresión ni la injusticia.

Isaías continuó describiendo la transformación que ocurriría: «Tu corazón meditará en el terror: ¿Dónde está el que contaba? ¿Dónde está el que pesaba el tributo? ¿Dónde está el que contaba las torres?». Los opresores, aquellos que habían sembrado el miedo y la destrucción, serían reducidos a la nada. Ya no habría lugar para su arrogancia ni para su crueldad. En su lugar, el pueblo de Dios viviría en seguridad y paz, disfrutando de la presencia del Señor.

«En lugar del bronce traerán oro, y en lugar del hierro traerán plata; en lugar de la madera, bronce, y en lugar de las piedras, hierro», declaró el profeta. Esta imagen de transformación y abundancia simbolizaba la restauración completa que Dios traería. No solo serían liberados de sus enemigos, sino que también experimentarían una renovación espiritual y material. El desierto florecería, y las ciudades desoladas serían reconstruidas.

Isaías concluyó con una descripción de la vida en el reino de Dios: «Ningún habitante dirá: ‘Estoy enfermo’; al pueblo que mora allí se le perdonará su iniquidad». En ese día, la maldición del pecado sería removida, y el pueblo viviría en plenitud y salud. La presencia de Dios llenaría la tierra, y su justicia sería como un río que fluye sin cesar.

Así, el capítulo 33 de Isaías se convirtió en un faro de esperanza para el pueblo de Judá. Aunque el presente era oscuro y lleno de incertidumbre, el futuro que Dios había prometido era glorioso. El Señor no abandonaría a su pueblo; al contrario, los guiaría hacia un reino de justicia, paz y alegría eterna. Y así, los fieles esperaron con paciencia y confianza, sabiendo que el Dios de Israel cumpliría sus promesas en el tiempo perfecto.

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