Biblia Sagrada

La purificación del leproso: Gracia y restauración en Levítico 14

**La purificación del leproso: Un relato basado en Levítico 14**

En los días antiguos, cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto bajo la guía de Moisés, las leyes de Dios eran claras y precisas. Entre ellas, se encontraban las instrucciones detalladas sobre cómo tratar la lepra, una enfermedad que no solo afectaba el cuerpo, sino que también separaba al enfermo de la comunidad. La lepra era considerada una aflicción que requería no solo sanidad física, sino también restauración espiritual y social.

Había un hombre llamado Eliazar, quien había vivido fuera del campamento por muchos meses. La lepra había invadido su piel, dejándola blanca y escamosa. Durante todo ese tiempo, Eliazar había permanecido solo, gritando «¡Impuro, impuro!» a cualquiera que se acercara, como lo establecía la ley. Pero un día, algo milagroso ocurrió. Las llagas en su piel comenzaron a sanar, y su carne volvió a tener un aspecto saludable. Con esperanza en su corazón, Eliazar decidió presentarse ante los sacerdotes para ser examinado.

Eliazar caminó hacia el campamento, pero se detuvo a cierta distancia, como lo indicaba la ley. Desde allí, llamó a uno de los levitas y le explicó su situación. El levita corrió a buscar al sacerdote, quien se preparó para realizar el ritual de purificación descrito en el libro de Levítico.

El sacerdote, un hombre llamado Aarón, tomó consigo los elementos necesarios: dos avecillas vivas y limpias, madera de cedro, grana (un hilo de color escarlata) e hisopo. Con solemnidad, Aarón salió del campamento para encontrarse con Eliazar. Al verlo, Aarón observó detenidamente la piel del hombre. Efectivamente, no había rastro de la lepra. La piel de Eliazar estaba limpia y sana.

Aarón tomó entonces una de las avecillas y la sacrificó sobre una vasija de barro llena de agua viva, es decir, agua de manantial. Luego, sumergió la segunda avecilla viva, junto con la madera de cedro, la grana y el hisopo, en la sangre de la avecilla sacrificada. Con estos elementos, Aarón roció siete veces a Eliazar, declarándolo limpio. Después, soltó la avecilla viva en el campo abierto, simbolizando que la impureza había sido llevada lejos.

Eliazar, emocionado y agradecido, sintió un profundo alivio. Sabía que este ritual no solo lo limpiaba físicamente, sino que también lo reconciliaba con Dios y con su pueblo. Sin embargo, el proceso no había terminado. Aarón le indicó que debía rasurarse todo el vello de su cuerpo, lavar sus vestiduras y bañarse en agua. Después de esto, Eliazar podía regresar al campamento, pero debía permanecer fuera de su tienda por siete días más.

Al octavo día, Eliazar regresó ante Aarón llevando consigo una ofrenda. Traía dos corderos sin defecto, una cordera sin defecto, tres décimas de efa de flor de harina amasada con aceite, y un log de aceite. Aarón tomó uno de los corderos y lo ofreció como ofrenda por la culpa, junto con el log de aceite, y los meció como ofrenda mecida delante de Jehová. Luego, tomó la sangre del cordero y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Eliazar, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho. Después, Aarón tomó el aceite y lo derramó sobre la cabeza de Eliazar, ungiéndolo como señal de purificación completa.

Finalmente, Aarón ofreció el segundo cordero como holocausto, junto con la ofrenda de harina y aceite. El aroma del sacrificio ascendió hacia el cielo, y Eliazar supo que había sido restaurado por completo. Su corazón se llenó de gratitud hacia Dios, quien no solo lo había sanado, sino que también le había dado una segunda oportunidad para vivir en comunión con su pueblo.

Desde ese día, Eliazar caminó con humildad y gratitud, recordando siempre la misericordia de Dios. Y cada vez que veía a alguien fuera del campamento, gritando «¡Impuro, impuro!», recordaba su propia experiencia y oraba por la sanidad y restauración de aquel que sufría.

Así, la ley de Dios no solo servía para mantener la pureza del pueblo, sino que también era un recordatorio constante de Su gracia y misericordia, que alcanzaba incluso a los más afligidos y marginados.

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