**La parábola del mayordomo astuto y el llamado a la fidelidad**
En una pequeña aldea rodeada de colinas verdes y campos de trigo, vivía un hombre rico que poseía grandes extensiones de tierra y muchas posesiones. Este hombre, conocido por su generosidad pero también por su exigencia, tenía un mayordomo que administraba todos sus bienes. El mayordomo era un hombre inteligente y astuto, pero había caído en la tentación de malgastar los recursos de su señor. No era fiel en su administración, y pronto llegaron a oídos del hombre rico las noticias de su mala gestión.
Un día, el hombre rico llamó al mayordomo y le dijo con voz firme:
—¿Qué es esto que escucho acerca de ti? Dame cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás seguir administrando mis bienes.
El mayordomo se sintió abrumado por el peso de esas palabras. Sabía que, sin este trabajo, no tendría cómo mantenerse. No estaba acostumbrado al trabajo manual y sentía vergüenza de pedir limosna. Entonces, se sentó a reflexionar profundamente sobre su situación.
—¿Qué haré ahora que mi señor me quita la mayordomía? —se preguntó—. No tengo fuerzas para cavar y me da vergüenza mendigar.
De repente, una idea brillante cruzó su mente. Sabía que aún tenía un poco de tiempo antes de que su despido fuera oficial, y decidió usar ese tiempo para asegurar su futuro. Llamó a cada uno de los deudores de su señor, uno por uno, y les hizo una oferta que no podrían rechazar.
El primero en llegar fue un hombre que debía cien barriles de aceite. El mayordomo le dijo:
—Toma tu factura, siéntate rápidamente y escribe cincuenta.
El deudor, sorprendido pero agradecido, hizo lo que se le pedía. Luego llegó otro que debía cien medidas de trigo. El mayordomo le dijo:
—Toma tu factura y escribe ochenta.
Así, el mayordomo redujo las deudas de muchos, ganándose su gratitud y asegurando que, cuando fuera despedido, tendría amigos que lo recibirían en sus hogares.
Cuando el hombre rico se enteró de lo que había hecho su mayordomo, no pudo evitar admirar su astucia. Aunque había actuado de manera deshonesta, reconoció que había usado su ingenio para asegurar su futuro.
Jesús, al contar esta historia a sus discípulos, les dijo:
—Los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los de su generación que los hijos de la luz.
Luego, Jesús les enseñó una lección profunda:
—Haced amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando estas falten, os reciban en las moradas eternas.
Jesús explicó que la fidelidad en lo poco es fidelidad en lo mucho, y que quien es infiel en lo poco, también lo será en lo mucho. Si no han sido fieles en el manejo de las riquezas terrenales, ¿quién les confiará las verdaderas riquezas? Y si no han sido fieles con lo ajeno, ¿quién les dará lo que es suyo?
—Ningún siervo puede servir a dos señores —continuó Jesús—, porque odiará a uno y amará al otro, o se dedicará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Los fariseos, que eran amantes del dinero, escuchaban todo esto y se burlaban de Jesús. Pero Él, conociendo sus corazones, les dijo:
—Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones. Porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.
Jesús continuó enseñando sobre la importancia de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Les recordó que la ley y los profetas llegaron hasta Juan, y desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él.
—Pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una sola tilde de la ley —dijo Jesús.
También les habló sobre el divorcio y el adulterio, recordándoles que quien repudia a su esposa y se casa con otra, comete adulterio, y el que se casa con la repudiada, también comete adulterio.
Para ilustrar aún más su enseñanza, Jesús les contó la historia de un hombre rico y un mendigo llamado Lázaro. El hombre rico vestía de púrpura y lino fino, y cada día celebraba espléndidos banquetes. A la puerta de su casa yacía Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico. Los perros venían y lamían sus llagas.
Con el tiempo, ambos murieron. Lázaro fue llevado por los ángeles al seno de Abraham, mientras que el hombre rico fue sepultado y, en el Hades, alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio a Abraham de lejos y a Lázaro en su seno.
El hombre rico gritó:
—Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama.
Pero Abraham le respondió:
—Hijo, acuérdate de que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora él es consolado aquí, y tú atormentado. Además, entre nosotros y vosotros hay un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá.
El hombre rico, desesperado, suplicó:
—Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.
Abraham le respondió:
—Tienen a Moisés y a los profetas; que los oigan a ellos.
Pero el hombre rico insistió:
—No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se arrepentirán.
Abraham concluyó:
—Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.
Con estas palabras, Jesús dejó claro que la vida eterna no se gana con riquezas terrenales, sino con un corazón fiel y obediente a Dios. La parábola del mayordomo astuto y la historia del hombre rico y Lázaro sirvieron como advertencia para vivir con sabiduría, justicia y compasión, recordando que las decisiones que tomamos en esta vida tienen consecuencias eternas.
Y así, Jesús continuó su camino, enseñando y guiando a todos los que lo escuchaban, llamándolos a ser fieles en todo, porque el reino de Dios está cerca.