**La Resurrección y la Gran Comisión**
El amanecer del primer día de la semana traía consigo un aire de quietud y misterio. El sol apenas comenzaba a asomarse sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. María Magdalena y la otra María, mujeres fieles que habían seguido a Jesús desde Galilea, caminaban con paso apresurado hacia el sepulcro donde había sido puesto el cuerpo del Maestro. Llevaban consigo especias aromáticas para ungir el cuerpo, como era la costumbre judía. Sus corazones estaban cargados de tristeza, pero también de un amor inquebrantable por Aquel que había cambiado sus vidas para siempre.
Al acercarse al sepulcro, un temblor repentino sacudió la tierra bajo sus pies. Era como si la creación misma estuviera respondiendo a un evento trascendental. De repente, un ángel del Señor descendió del cielo, y su aspecto era como un relámpago, con vestiduras blancas como la nieve. El ángel se acercó a la gran piedra que sellaba la entrada del sepulcro y la removió con facilidad, sentándose sobre ella. Los guardias romanos, que habían sido colocados allí por orden de Pilato para asegurar la tumba, cayeron al suelo como muertos, paralizados por el terror.
Las mujeres, aunque asustadas, no huyeron. El ángel, con una voz serena pero poderosa, les dijo: «No temáis, porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. Y pronto, id y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho».
Con corazones palpitantes, las mujeres entraron al sepulcro y vieron que estaba vacío. Las vendas que habían envuelto el cuerpo de Jesús yacían allí, cuidadosamente dobladas, pero Él no estaba. Un sentimiento de asombro y alegría comenzó a brotar en sus corazones. Salieron corriendo del sepulcro, llenas de temor y gozo, decididas a cumplir con la misión que el ángel les había encomendado.
Mientras corrían, Jesús mismo se les apareció en el camino. Su presencia era tan gloriosa que ellas, reconociéndolo de inmediato, cayeron a sus pies y lo adoraron. Jesús, con una voz llena de amor y autoridad, les dijo: «No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán».
Las mujeres obedecieron sin demora. Llegaron a donde estaban los discípulos, quienes se encontraban escondidos por miedo a las autoridades judías. Con voz temblorosa pero llena de convicción, les contaron todo lo que habían visto y oído. Sin embargo, las palabras de las mujeres les parecieron como un desvarío, y no las creyeron.
Mientras tanto, los guardias romanos que habían estado custodiando el sepulcro se levantaron y corrieron hacia la ciudad. Al llegar, informaron a los principales sacerdotes todo lo que había sucedido. Los líderes religiosos, llenos de preocupación y temor, se reunieron en consejo. Decidieron sobornar a los soldados con una gran suma de dinero, diciéndoles: «Decid vosotros: ‘Sus discípulos vinieron de noche y lo hurtaron, estando nosotros dormidos’. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros lo persuadiremos y os evitaremos problemas». Los soldados, tentados por el dinero, aceptaron el soborno y difundieron la falsa historia entre el pueblo.
Mientras tanto, los once discípulos se dirigieron a Galilea, tal como Jesús les había dicho. Subieron al monte que Él les había indicado, un lugar tranquilo y apartado, donde podrían encontrarse con Él sin distracciones. Allí, en la cima del monte, Jesús se les apareció. Su presencia era tan gloriosa que algunos dudaron, preguntándose si realmente era Él. Pero Jesús, con paciencia y amor, se acercó a ellos y les habló con autoridad: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Estas palabras resonaron en los corazones de los discípulos como un llamado divino. Comprendieron que su misión no era solo para ellos, sino para todas las naciones. Jesús, el Resucitado, les había encomendado una tarea eterna: llevar el mensaje del Evangelio a todo el mundo.
Con un nuevo sentido de propósito y confianza, los discípulos descendieron del monte. Sabían que no estaban solos, pues Jesús les había prometido estar con ellos siempre. La resurrección no era solo un evento histórico; era el fundamento de su fe y la garantía de que el poder de Dios había vencido a la muerte.
Así comenzó la gran comisión, un mandato que trascendería generaciones y fronteras, llevando la luz de Cristo a cada rincón de la tierra. Y aunque el camino no sería fácil, los discípulos sabían que el Resucitado caminaría con ellos, guiándolos y fortaleciéndolos en cada paso.
Y así, el primer día de la semana, el día en que Jesús resucitó, se convirtió en el día de la victoria, el día en que la esperanza triunfó sobre la desesperación, y la vida venció a la muerte para siempre.