En la corte del faraón de Egipto, en los días en que José, el hijo de Jacob, estaba encarcelado injustamente, ocurrió un suceso que marcaría el inicio de su ascenso. La prisión donde José se encontraba no era un lugar común; era un calabozo oscuro y húmedo, donde las cadenas resonaban con cada movimiento y el aire pesado olía a desesperación. Sin embargo, a pesar de las circunstancias, José mantenía su fe inquebrantable en el Dios de sus padres, Abraham, Isaac y Jacob. Su rostro reflejaba una paz que solo podía provenir de la confianza en el Señor.
Un día, dos hombres de alto rango en la corte del faraón fueron arrojados a la misma prisión donde José estaba. Eran el copero y el panadero del rey, dos funcionarios que habían caído en desgracia ante su señor. El copero, un hombre de semblante amable y manos delicadas, había sido acusado de conspirar contra el faraón. El panadero, por su parte, era un hombre robusto, de mirada severa, y se rumoreaba que había intentado envenenar el pan del rey. Ambos estaban profundamente angustiados, pues sabían que el destino de quienes ofendían al faraón solía ser la muerte.
José, quien había ganado la confianza del jefe de la cárcel debido a su integridad y sabiduría, fue asignado para servir a estos dos hombres. Aunque él mismo era un prisionero, su actitud de servicio y su disposición para ayudar a los demás eran evidentes. Cada mañana, José les llevaba agua fresca y pan, y les hablaba con palabras de aliento. A pesar de su propia situación, no dejaba de confiar en que Dios tenía un propósito para todo lo que estaba sucediendo.
Una noche, tanto el copero como el panadero tuvieron sueños extraños y perturbadores. Al despertar, sus rostros reflejaban confusión y temor. José, al verlos tan preocupados, se acercó a ellos y les preguntó con amabilidad: «¿Por qué hoy están tan tristes vuestros rostros?» El copero, mirando a José con ojos llenos de ansiedad, respondió: «Hemos tenido sueños, y no hay quien los interprete». José, recordando que el don de interpretar sueños venía de Dios, les dijo con firmeza: «¿No son de Dios las interpretaciones? Contádmelo, os ruego».
El copero comenzó a relatar su sueño: «En mi sueño, vi una vid delante de mí, y en la vid había tres sarmientos. Y como si brotara, floreció, y sus racimos dieron uvas maduras. Y la copa de Faraón estaba en mi mano, y tomé las uvas, las exprimí en la copa de Faraón y puse la copa en la mano de Faraón». José, después de escuchar atentamente, le respondió con una voz llena de certeza: «Esta es la interpretación: los tres sarmientos son tres días. Dentro de tres días, Faraón levantará tu cabeza y te restaurará a tu puesto, y pondrás la copa en la mano de Faraón, como solías hacer cuando eras su copero. Pero te ruego que te acuerdes de mí cuando te vaya bien, y que muestres misericordia hacia mí, haciendo mención de mí ante Faraón, para que me saque de esta prisión. Porque fui hurtado de la tierra de los hebreos, y aquí no he hecho nada para que me pusieran en este calabozo».
El copero, al escuchar estas palabras, sintió un rayo de esperanza iluminar su corazón. Sin embargo, el panadero, al ver que la interpretación del sueño del copero era favorable, decidió compartir también su sueño con José. Con voz temblorosa, dijo: «Yo también tuve un sueño. En él, llevaba tres canastillos de pan blanco sobre mi cabeza. En el canastillo más alto había toda clase de manjares para Faraón, pero las aves venían y los comían del canastillo que estaba sobre mi cabeza».
José, después de un momento de silencio, miró al panadero con compasión, pero también con firmeza, y le dijo: «Esta es la interpretación: los tres canastillos son tres días. Dentro de tres días, Faraón levantará tu cabeza y te colgará en un árbol, y las aves comerán tu carne». El panadero palideció al escuchar estas palabras, y su corazón se llenó de terror. Aunque José no deseaba causarle dolor, sabía que era su deber decir la verdad, pues las interpretaciones venían de Dios.
Tres días después, tal como José había predicho, el faraón celebró su cumpleaños y dio una gran fiesta. En medio de la celebración, recordó a sus dos sirvientes encarcelados. El copero fue restaurado a su puesto, y volvió a servir la copa al faraón como antes. Sin embargo, el panadero fue ejecutado, y su cuerpo fue colgado en un árbol, donde las aves del cielo se alimentaron de su carne.
Aunque el copero fue liberado, en el júbilo de su restauración, se olvidó de José. Pasaron días, semanas y meses, y José permaneció en la prisión, confiando en que Dios no lo había abandonado. Aunque el copero no lo recordó de inmediato, el plan de Dios seguía su curso, y José sabía que el Señor tenía un propósito mayor para su vida.
Así, en la oscuridad de aquella prisión, José continuó sirviendo con fidelidad, esperando el momento en que Dios cumpliría sus promesas. Y aunque el camino era difícil, José nunca perdió la esperanza, pues sabía que el Dios de sus padres era fiel y que, en su tiempo perfecto, lo exaltaría para gloria de Su nombre.