**La Batalla del Bosque de Efraín: La Caída de Absalón**
En aquellos días, el rey David se encontraba en una encrucijada. Su propio hijo, Absalón, había levantado un ejército para arrebatarle el trono de Israel. El dolor en el corazón de David era profundo, pues amaba a su hijo, pero sabía que debía proteger a su pueblo y mantener el orden que Dios había establecido. Así que, con el corazón dividido entre el amor paternal y el deber real, David preparó a sus hombres para la batalla.
El rey dividió sus fuerzas en tres grupos, poniendo al mando de cada uno a hombres valientes y experimentados: Joab, Abisai e Itai el geteo. Antes de partir, David les dio una orden clara y solemne: «Traten con delicadeza al joven Absalón, por mi amor». Estas palabras resonaron en los oídos de los soldados, quienes entendieron el peso de la petición del rey. Sin embargo, también sabían que la batalla sería feroz, pues Absalón había reunido un ejército numeroso y estaba decidido a tomar el trono.
El campo de batalla fue el bosque de Efraín, un lugar denso y lleno de sombras, donde los árboles se alzaban como gigantes y las ramas se entrelazaban formando un laberinto natural. El sol apenas lograba filtrarse entre las hojas, creando un ambiente tenebroso y misterioso. Los soldados de David avanzaron con cautela, sabiendo que el terreno les favorecía, pues conocían bien los senderos y los escondites del bosque.
La batalla comenzó con un estruendo que sacudió la tierra. Los gritos de los hombres, el choque de las espadas y el sonido de los arcos se mezclaron en una cacofonía que llenó el aire. Los soldados de Absalón, aunque numerosos, no estaban preparados para la ferocidad y la estrategia de los hombres de David. El bosque se convirtió en su peor enemigo, pues muchos cayeron en emboscadas o se perdieron en la espesura. La tierra pronto se tiñó de rojo, y los cuerpos de los caídos yacían esparcidos entre los árboles.
Mientras tanto, Absalón, montado en su mulo, intentaba dirigir a sus tropas. Sin embargo, su orgullo y su falta de experiencia en la guerra lo llevaron a cometer un error fatal. Al adentrarse en el bosque, su cabellera larga y hermosa, de la que tanto se enorgullecía, se enredó en las ramas de un gran roble. El mulo siguió su camino, dejando a Absalón suspendido en el aire, indefenso y vulnerable.
Uno de los hombres de David lo vio y corrió a informar a Joab. «He visto a Absalón colgado de un árbol», dijo el soldado. Joab, recordando las palabras de David, sintió un momento de duda, pero sabía que la supervivencia del reino dependía de eliminar la amenaza de Absalón. Con un corazón pesado, tomó tres dardos y se dirigió al lugar donde el joven príncipe estaba atrapado.
Al llegar, Joab miró a Absalón, cuyo rostro reflejaba miedo y desesperación. Sin decir una palabra, Joab clavó los dardos en el corazón del joven. Luego, los hombres que lo acompañaban rodearon el cuerpo y lo remataron, asegurándose de que no quedara con vida. Absalón, el hijo amado de David, el hombre que había soñado con ser rey, murió en aquel bosque, lejos del trono que tanto anhelaba.
Joab ordenó que el cuerpo de Absalón fuera arrojado a una fosa en el bosque y cubierto con piedras, como señal de deshonra. Luego, hizo sonar la trompeta para detener la batalla, pues sabía que la muerte de Absalón significaba el fin de la rebelión. Los soldados de David regresaron victoriosos, pero el ambiente no era de celebración, sino de tristeza y reflexión.
Mientras tanto, David esperaba ansiosamente en la ciudad de Mahanaim. Había enviado a sus mensajeros para recibir noticias de la batalla, pero cada minuto que pasaba parecía una eternidad. Finalmente, llegó Ajimaas, uno de los mensajeros, quien anunció: «¡Buenas noticias, mi señor! El Señor ha entregado a tus enemigos en tus manos». Sin embargo, David, con el corazón apesadumbrado, preguntó: «¿Está bien el joven Absalón?».
Ajimaas, temiendo la reacción del rey, no supo qué responder. Poco después, llegó Cusí, otro mensajero, quien confirmó lo que David más temía: «Que los enemigos de mi señor el rey y todos los que se levantan contra ti para hacerte mal sean como ese joven». David, al escuchar estas palabras, se estremeció de dolor. Subió a la habitación sobre la puerta de la ciudad y lloró amargamente, repitiendo una y otra vez: «¡Hijo mío, Absalón! ¡Hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!».
El dolor de David era tan profundo que incluso sus soldados, quienes habían arriesgado sus vidas en la batalla, se sintieron avergonzados de su victoria. Joab, al enterarse de la reacción del rey, fue a confrontarlo. «Hoy has avergonzado a todos tus siervos que han salvado tu vida y la de tus hijos e hijas, porque amas a los que te odian y odias a los que te aman», le dijo con firmeza. Joab le recordó a David que, si no salía a animar a sus hombres, nadie permanecería leal a él.
David, reconociendo la sabiduría en las palabras de Joab, se levantó y fue a la puerta de la ciudad para hablar con su pueblo. Aunque su corazón seguía destrozado, comprendió que su deber como rey era anteponer el bienestar de su pueblo a su dolor personal. Así, con lágrimas en los ojos y un peso inmenso en el alma, David continuó gobernando, recordando siempre a su hijo Absalón y las lecciones que su trágica historia dejó para Israel.