En aquellos días, cuando el pueblo de Israel se enfrentaba a los filisteos en el valle de Elá, se levantó un gigante llamado Goliat, de la ciudad de Gat. Este hombre era de una estatura imponente, medía seis codos y un palmo, lo que equivalía a más de nueve pies de altura. Su armadura era tan pesada que pocos podrían llevarla: una coraza de escamas de bronce que brillaba bajo el sol, un casco de bronce en su cabeza y grebas de bronce que protegían sus piernas. En su espalda llevaba una lanza cuya asta era como el rodillo de un telar, y su punta de hierro pesaba seiscientos siclos. Delante de él marchaba su escudero, llevando un enorme escudo que parecía una puerta de ciudad.
Goliat se paraba cada mañana y cada tarde en el valle, desafiando a los ejércitos de Israel. Con una voz que resonaba como el trueno, gritaba: «¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla? Yo soy el campeón de los filisteos. Escoged a un hombre de entre vosotros que venga a pelear conmigo. Si él me vence y me mata, nosotros seremos vuestros esclavos. Pero si yo lo venzo y lo mato, vosotros seréis nuestros esclavos y nos serviréis». Sus palabras llenaban de terror a los soldados de Israel, y ninguno se atrevía a aceptar el desafío.
Entre los israelitas había un joven pastor llamado David, hijo de Jesé, de Belén de Judá. David no estaba en el campo de batalla, pues su padre lo había enviado a llevar provisiones a sus tres hermanos mayores, que servían en el ejército de Saúl. Cuando David llegó al campamento, escuchó el desafío de Goliat y vio cómo los hombres de Israel huían de él llenos de miedo. David, lleno de indignación, preguntó: «¿Quién es este filisteo incircunciso para desafiar a los ejércitos del Dios viviente?».
Las palabras de David llegaron a oídos del rey Saúl, quien lo mandó llamar. David se presentó ante el rey y le dijo: «No desmaye el corazón de nadie a causa de este filisteo. Tu siervo irá y peleará con él». Saúl, mirando al joven pastor, le respondió: «Tú no puedes ir contra este filisteo, porque eres un muchacho, y él es un hombre de guerra desde su juventud». Pero David insistió: «Tu siervo ha cuidado las ovejas de su padre, y cuando venía un león o un oso y tomaba alguna oveja del rebaño, yo salía tras él, lo hería y la rescataba de su boca. Si se levantaba contra mí, yo lo agarraba por la quijada, lo hería y lo mataba. Tu siervo ha matado leones y osos, y este filisteo incircunciso será como uno de ellos, porque ha desafiado a los ejércitos del Dios viviente».
Convencido por la fe de David, Saúl le dijo: «Ve, y el Señor esté contigo». Le ofreció su propia armadura, pero David, al probarla, se dio cuenta de que no podía moverse con ella. «No puedo andar con esto, porque no estoy acostumbrado», dijo. En lugar de eso, tomó su cayado, escogió cinco piedras lisas del arroyo, las puso en su bolsa de pastor y, con su honda en la mano, se acercó al filisteo.
Goliat, al ver a David, lo despreció. Era un joven de rostro sonrosado y de buena apariencia, pero sin armadura ni armas de guerra. El gigante le gritó: «¿Soy yo un perro, para que vengas a mí con palos?». Y maldijo a David en nombre de sus dioses. Pero David, con una calma que solo la fe puede dar, respondió: «Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo vengo a ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos, y yo te venceré y te cortaré la cabeza. Y daré los cadáveres del ejército filisteo a las aves del cielo y a las bestias del campo, para que todo el mundo sepa que hay un Dios en Israel».
Goliat avanzó hacia David, confiado en su fuerza y tamaño. Pero David, rápido como el viento, metió la mano en su bolsa, tomó una piedra y la lanzó con su honda. La piedra voló directo a la frente de Goliat, hundiéndose en su cráneo. El gigante cayó de bruces al suelo, derrotado. David corrió hacia él, tomó la espada de Goliat y le cortó la cabeza. Al ver a su campeón muerto, los filisteos huyeron, y los hombres de Israel los persiguieron hasta las puertas de Gat y Ecrón.
Ese día, David demostró que no es con espada ni con lanza como el Señor salva, porque la batalla es del Señor. Y desde entonces, el nombre de David resonó en todo Israel, como el joven pastor que, con fe en Dios, venció al gigante que todos temían.