En los días del rey Asa, hijo de Abías, en el reino de Judá, hubo un tiempo de paz y prosperidad. Asa había ascendido al trono después de su padre, y desde el principio de su reinado, demostró ser un hombre que buscaba agradar a Dios. Su corazón estaba entregado al Señor, y su deseo era guiar a su pueblo por los caminos de la justicia y la obediencia a los mandamientos divinos.
Asa comenzó su reinado con una firme determinación de eliminar toda forma de idolatría que se había infiltrado en el reino. Con manos decididas, ordenó que se derribaran los altares paganos y los lugares altos donde el pueblo ofrecía sacrificios a dioses falsos. Los ídolos de madera y piedra fueron destrozados, y las imágenes de Asera, la diosa cananea, fueron quemadas. Asa proclamó por todo Judá y Benjamín que el pueblo debía volver al Dios de sus padres, al único Dios verdadero que los había sacado de Egipto con mano poderosa.
El rey no solo se preocupó por la pureza espiritual de su pueblo, sino también por su seguridad física. Durante los primeros diez años de su reinado, no hubo guerras, pues el Señor le concedió un tiempo de paz. Asa aprovechó este período para fortalecer las ciudades de Judá. Ordenó la construcción de muros altos y torres de vigilancia, y levantó puertas con cerrojos de hierro. Las ciudades se fortificaron, y el pueblo se sintió seguro bajo la protección de su rey y, sobre todo, bajo la bendición de Dios.
Asa también se aseguró de que su ejército estuviera bien preparado. Reunió a todos los hombres de Judá y Benjamín que eran aptos para la guerra, y los equipó con escudos, lanzas y arcos. Bajo su liderazgo, el ejército de Judá llegó a contar con trescientos mil hombres valientes y diestros en el uso de las armas. Además, de la tribu de Benjamín, se unieron doscientos ochenta mil hombres, todos ellos guerreros expertos. El ejército de Asa era formidable, pero el rey sabía que su verdadera fuerza no residía en la cantidad de soldados ni en la calidad de sus armas, sino en el poder de Dios.
Un día, mientras el reino disfrutaba de paz, llegó noticia de que Zéraj, el etíope, había reunido un enorme ejército de un millón de hombres y trescientos carros de guerra. Este poderoso ejército avanzaba hacia Judá, listo para enfrentarse a Asa y su pueblo. La noticia causó temor en el corazón de muchos, pero Asa no se dejó intimidar. Sabía que este era el momento de confiar plenamente en el Señor.
Asa reunió a su ejército y los llevó al valle de Sefata, cerca de Maresa. Allí, frente a la inminente batalla, el rey clamó al Señor con toda su alma. Levantó su voz y dijo: «¡Oh Señor, no hay nadie como tú para ayudar al débil contra el poderoso! Ayúdanos, oh Señor, Dios nuestro, porque en ti confiamos y en tu nombre hemos venido contra esta multitud. ¡Oh Señor, tú eres nuestro Dios! No permitas que el hombre prevalezca contra ti».
Mientras Asa oraba, el Espíritu de Dios descendió sobre el ejército de Judá, infundiéndoles valor y fortaleza. Con fe inquebrantable, avanzaron hacia el enemigo. El Señor escuchó la oración de Asa y actuó en su favor. Los etíopes fueron derrotados ante los ojos de Judá, y huyeron desesperadamente. El ejército de Asa los persiguió hasta Gerar, y allí cayeron tantos enemigos que no quedó ninguno con vida. Los hombres de Judá saquearon el campamento de Zéraj y se llevaron una gran cantidad de botín: ovejas, camellos y riquezas en abundancia.
Después de esta gran victoria, Asa y su ejército regresaron a Jerusalén llenos de gozo y gratitud. Sabían que no habían ganado por su propia fuerza, sino por la mano poderosa de Dios. El rey convocó a todo el pueblo para dar gracias al Señor y ofrecer sacrificios en su honor. En medio de la celebración, Asa recordó al pueblo las palabras del profeta Azarías: «El Señor está con vosotros mientras vosotros estéis con él. Si lo buscáis, él se dejará hallar; pero si lo abandonáis, él os abandonará».
Asa renovó su pacto con Dios y animó al pueblo a hacer lo mismo. Durante muchos años, Judá disfrutó de paz y prosperidad bajo el reinado de Asa. El rey continuó gobernando con justicia y rectitud, y el pueblo lo siguió en su devoción al Señor. Sin embargo, como todo ser humano, Asa no fue perfecto. Con el tiempo, enfrentaría desafíos que pondrían a prueba su fe, pero en este momento de su vida, brilló como un faro de luz en medio de un mundo lleno de oscuridad.
Y así, la historia de Asa nos recuerda la importancia de confiar en Dios en todo momento, de buscar su rostro en oración y de depender de su poder en lugar de nuestras propias fuerzas. Porque, como dice el Salmo 20:7, «Unos confían en carros, y otros en caballos; pero nosotros confiamos en el nombre del Señor, nuestro Dios».