**La Ofrenda de Paz: Una Historia de Comunión y Gratitud**
En los días antiguos, cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto bajo la guía de Moisés, el Señor había establecido leyes y mandamientos para que su pueblo viviera en santidad y comunión con Él. Entre estas leyes, se encontraba la ofrenda de paz, una expresión de gratitud, alabanza y comunión con el Creador. Esta es la historia de un hombre llamado Eliab, quien decidió presentar una ofrenda de paz al Señor, siguiendo las instrucciones dadas en el libro de Levítico, capítulo tres.
Eliab era un hombre de la tribu de Judá, un pastor que cuidaba con esmero su rebaño de ovejas y cabras. Vivía en una tienda sencilla cerca del campamento de Israel, y aunque no era rico, su corazón rebosaba de gratitud hacia Dios por las bendiciones que recibía cada día. Una mañana, mientras el sol comenzaba a iluminar el horizonte, Eliab despertó con un profundo deseo de acercarse al Señor. Recordó las palabras de Moisés, quien había explicado que la ofrenda de paz era una manera de expresar agradecimiento y de compartir la bendición de Dios con los demás.
Con determinación, Eliab escogió una oveja de su rebaño, una hembra sin defecto, de lana blanca y suave, que siempre había sido especial para él. La tomó con cuidado y la llevó al Tabernáculo, el lugar sagrado donde la presencia de Dios habitaba entre su pueblo. Al llegar, se encontró con el sacerdote Aarón, quien lo recibió con una sonrisa amable.
—¿Qué traes hoy, hermano? —preguntó Aarón, observando la oveja que Eliab sostenía con ternura.
—He venido a presentar una ofrenda de paz al Señor —respondió Eliab con humildad—. Deseo agradecerle por su bondad y misericordia, y compartir esta bendición con mi familia y mis vecinos.
Aarón asintió con aprobación y guió a Eliab hacia el altar de bronce que estaba frente al Tabernáculo. Allí, Eliab colocó sus manos sobre la cabeza de la oveja, simbolizando la transferencia de su gratitud y devoción al animal que sería ofrecido. Con un cuchillo afilado, Eliab sacrificó la oveja, y Aarón recogió la sangre en un recipiente de bronce. Luego, el sacerdote roció la sangre alrededor del altar, un acto solemne que recordaba la santidad de la vida y la necesidad de expiación.
A continuación, Eliab y Aarón trabajaron juntos para preparar la ofrenda. Siguiendo las instrucciones del Señor, separaron la grasa que cubría los intestinos, la grasa que estaba sobre ellos, los dos riñones con la grasa que los rodeaba, y el lóbulo del hígado. Estas partes, que representaban lo mejor del animal, fueron colocadas sobre el altar y quemadas como aroma grato al Señor. El humo que ascendía al cielo simbolizaba la oración y la alabanza de Eliab, que llegaban hasta el trono de Dios.
Mientras el aroma del sacrificio llenaba el aire, Eliab sintió una profunda paz en su corazón. Sabía que, a través de esta ofrenda, estaba fortaleciendo su relación con el Señor y reconociendo su dependencia de Él. Pero la ofrenda de paz no terminaba allí. Después de que las partes seleccionadas fueran quemadas, Eliab tomó el resto de la carne y la compartió con su familia y vecinos. Prepararon un banquete en el que todos comieron juntos, celebrando la bondad de Dios y la comunión que tenían unos con otros.
Esa noche, alrededor del fuego, Eliab compartió con los presentes cómo el Señor lo había guiado y protegido a lo largo de los años. Habló de las veces que Dios había provisto para su familia en momentos de necesidad y de cómo su fe había crecido al ver las maravillas que el Señor hacía en medio de su pueblo. Los niños escuchaban con atención, mientras los adultos asentían con gratitud, recordando sus propias experiencias con el Dios de Israel.
La ofrenda de paz no solo era un acto de adoración, sino también una oportunidad para fortalecer los lazos comunitarios y recordar que todo lo bueno venía de la mano del Señor. Eliab comprendió que, al compartir la bendición con los demás, estaba reflejando el carácter generoso de Dios, quien no solo proveía para sus necesidades físicas, sino que también deseaba una relación íntima con su pueblo.
Al final de la celebración, Eliab se retiró a su tienda con el corazón lleno de gozo. Miró hacia el cielo estrellado y susurró una oración de agradecimiento. Sabía que, aunque el camino por el desierto era difícil, el Señor estaba con ellos, guiándolos hacia la tierra prometida. Y mientras cerraba los ojos para dormir, recordó las palabras que Moisés había dicho: «El Señor es mi paz, y Él es quien nos sostiene».
Así, la ofrenda de paz de Eliab no solo fue un acto de obediencia, sino también un testimonio vivo de la fidelidad de Dios y de la importancia de vivir en comunión con Él y con los demás. Y en el campamento de Israel, esta historia se repitió una y otra vez, recordando a todos que el Señor es digno de toda alabanza, gratitud y adoración.