Biblia Sagrada

Rahab: Fe y Salvación en las Murallas de Jericó

**La Historia de Rahab y los Espías en Jericó**

En aquellos días, cuando el pueblo de Israel, guiado por Josué, se preparaba para cruzar el río Jordán y tomar posesión de la tierra que Dios les había prometido, Jericó era una ciudad imponente. Sus murallas altas y gruesas se alzaban como un gigante indestructible, y sus habitantes vivían con orgullo, confiados en su fortaleza. Pero Dios tenía un plan que nadie podía anticipar, y en medio de esa ciudad pagana, una mujer llamada Rahab sería clave en el cumplimiento de sus propósitos.

Josué, el líder de Israel, envió secretamente a dos espías desde Sitim para explorar la tierra, especialmente Jericó. Estos hombres, valientes y fieles, llegaron a la ciudad y buscaron un lugar donde pasar desapercibidos. Sin saberlo, fueron guiados por la providencia divina a la casa de Rahab, una mujer que vivía en la muralla de la ciudad y que se ganaba la vida como posadera. Rahab no era una mujer cualquiera; aunque su pasado estaba marcado por el pecado, su corazón estaba abierto a la verdad.

Cuando los espías llegaron a su casa, Rahab los recibió con amabilidad, pero no tardó en darse cuenta de que no eran simples viajeros. Los rumores sobre el pueblo de Israel y su Dios poderoso habían llegado hasta Jericó. Todos hablaban de cómo el Señor había abierto el Mar Rojo para que escaparan de Egipto y de cómo habían derrotado a los reyes amorreos al este del Jordán. El temor se había apoderado de los corazones de los habitantes de Jericó, y Rahab no era la excepción.

Esa misma noche, los hombres de la ciudad, sospechando la presencia de los espías, fueron a la casa de Rahab y le exigieron que los entregara. «Sácanos a los hombres que han venido a ti, porque han venido a espiar toda la tierra», le dijeron con voz amenazante. Pero Rahab, con astucia y fe, les respondió: «Es cierto, esos hombres vinieron a mí, pero no supe de dónde eran. Y al caer la noche, cuando se iba a cerrar la puerta de la ciudad, ellos salieron. No sé adónde fueron. Si los persiguen de prisa, tal vez los alcancen».

Los hombres de Jericó creyeron sus palabras y partieron rápidamente en busca de los espías, siguiendo el camino hacia el Jordán. Mientras tanto, Rahab subió al techo de su casa, donde había escondido a los dos hombres entre los manojos de lino que secaba al sol. Allí, en la quietud de la noche, les habló con un corazón lleno de convicción: «Sé que el Señor les ha dado esta tierra. El terror ha caído sobre nosotros, y todos los habitantes del país tiemblan ante ustedes. Porque hemos oído cómo el Señor secó las aguas del Mar Rojo delante de ustedes cuando salieron de Egipto, y lo que hicieron con los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a quienes destruyeron por completo. Cuando lo supimos, nuestro corazón desfalleció, y nadie tiene ánimo para enfrentarlos, porque el Señor su Dios es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra».

Los espías escucharon asombrados las palabras de Rahab. Ella continuó: «Ahora, pues, júrenme por el Señor que, así como yo he tenido misericordia de ustedes, también la tendrán con la casa de mi padre. Denme una señal segura de que salvarán a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas y a todos los suyos, y que nos librarán de la muerte».

Los espías, conmovidos por su fe y su valentía, le respondieron: «Nuestra vida por la tuya, si no divulgas este asunto. Y cuando el Señor nos haya dado la tierra, trataremos contigo con misericordia y fidelidad». Luego, Rahab les ayudó a escapar por una ventana de su casa, que estaba en la muralla de la ciudad, y les dijo que se escondieran en los montes durante tres días hasta que los perseguidores regresaran.

Antes de partir, los espías le dieron instrucciones: «Cuando entremos en la tierra, ata este cordón de grana en la ventana por la cual nos hiciste descender. Y reúne en tu casa a tu padre, a tu madre, a tus hermanos y a toda la familia de tu padre. Si alguno sale de las puertas de tu casa, su sangre será sobre su propia cabeza, y nosotros seremos inocentes. Pero si alguien está contigo dentro de la casa, su sangre será sobre nuestra cabeza si alguien lo toca. Y si divulgas este asunto, quedaremos libres del juramento que nos has hecho».

Rahab aceptó las condiciones y les dijo: «Sea conforme a vuestras palabras». Luego, ató el cordón de grana en la ventana y los despidió. Los espías se fueron hacia los montes y se escondieron allí durante tres días, hasta que los perseguidores regresaron a Jericó sin haberlos encontrado.

Cuando los espías volvieron a Josué, le contaron todo lo que había sucedido. «Verdaderamente el Señor ha entregado toda la tierra en nuestras manos», dijeron. «Todos los habitantes del país tiemblan ante nosotros». Josué escuchó con atención y se preparó para lo que Dios tenía preparado.

Mientras tanto, en Jericó, Rahab esperaba con fe. El cordón de grana en su ventana no era solo una señal para los espías, sino un símbolo de su confianza en el Dios de Israel. Aunque vivía en una ciudad destinada a la destrucción, ella había elegido creer en el poder y la misericordia del Señor. Y así, en medio de la oscuridad, una mujer de fe se convirtió en un instrumento en las manos de Dios, demostrando que su gracia alcanza a todos los que lo buscan con un corazón sincero.

Cuando llegó el momento de la conquista de Jericó, Rahab y su familia fueron salvados, tal como los espías habían prometido. Su historia se convirtió en un testimonio poderoso de la fidelidad de Dios y de cómo Él puede transformar vidas, incluso en los lugares más inesperados. Rahab, la mujer que una vez vivió en pecado, llegó a ser parte del linaje del Mesías, recordándonos que la gracia de Dios es más grande que cualquier muro o muralla que el hombre pueda construir.

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