**La Última Plaga: La Muerte de los Primogénitos**
El sol se ocultaba en el horizonte, pintando el cielo de Egipto con tonos rojizos y dorados, como si el mismo cielo presagiara el juicio que estaba por caer sobre la tierra. Moisés, con su túnica sencilla y su bastón en mano, caminaba con paso firme hacia el palacio del faraón. Su rostro reflejaba una mezcla de determinación y tristeza, pues sabía que el mensaje que llevaría al rey de Egipto sería el más severo de todos. A su lado, Aarón, su hermano, lo acompañaba en silencio, confiando en la guía del Señor.
El palacio del faraón resplandecía con la opulencia de un imperio poderoso. Columnas de mármol se alzaban hacia el cielo, y los jardines estaban llenos de flores exóticas y árboles frondosos. Sin embargo, a pesar de la belleza exterior, el corazón del faraón seguía endurecido, como una roca impenetrable. Moisés y Aarón fueron conducidos ante el rey, quien los recibió con una mirada fría y desafiante.
—Así dice el Señor, el Dios de Israel —comenzó Moisés, con una voz que resonó en la sala como un trueno—. A la medianoche, yo pasaré por todo Egipto. Y morirá todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito del faraón que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo primogénito de las bestias. Habrá un gran clamor en todo Egipto, como nunca lo ha habido ni lo habrá jamás.
El faraón se irguió en su trono, sus ojos brillando con ira. Sus consejeros, que estaban a su lado, intercambiaron miradas de preocupación, pero el rey no cedió. Su corazón, endurecido por el orgullo y la obstinación, no permitía que las palabras de Moisés lo conmovieran.
—¿Y por qué debería creerte, Moisés? —preguntó el faraón con desdén—. Tus plagas han sido molestas, pero mi reino sigue en pie. ¿Crees que el Dios de los esclavos puede derrotar a los dioses de Egipto?
Moisés no respondió directamente a la provocación. En lugar de eso, continuó con el mensaje que el Señor le había dado.
—Pero entre los hijos de Israel, ni un perro ladrará contra hombre o bestia, para que sepáis que el Señor hace distinción entre Egipto e Israel. Y todos estos siervos tuyos descenderán a mí y se inclinarán ante mí, diciendo: «Sal tú, y todo el pueblo que te sigue». Después de esto, yo saldré.
Dicho esto, Moisés salió de la presencia del faraón con gran ira. El faraón, aunque intentó mantener su compostura, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras de Moisés resonaban en su mente, pero su orgullo no le permitía ceder.
Mientras tanto, en las tierras de Gosén, donde habitaban los israelitas, el pueblo se preparaba siguiendo las instrucciones que Moisés les había dado. El Señor había ordenado que cada familia tomara un cordero sin defecto, lo sacrificara y marcara los postes y el dintel de sus puertas con la sangre del animal. Esta señal sería su protección cuando el ángel de la muerte pasara por Egipto.
Las familias se reunieron en sus hogares, compartiendo el cordero asado con hierbas amargas y pan sin levadura. Los niños, curiosos, preguntaban a sus padres por qué hacían estas cosas, y los padres les explicaban cómo el Señor los estaba liberando de la esclavitud. El ambiente era solemne pero lleno de esperanza, pues sabían que el poder de Dios estaba con ellos.
La noche cayó sobre Egipto como un manto oscuro. En las casas de los israelitas, las familias permanecían juntas, confiando en la promesa de Dios. Fuera, en las calles de las ciudades egipcias, un silencio inquietante se apoderó de todo. Ni siquiera el viento se atrevía a soplar.
A la medianoche, el juicio de Dios cayó sobre Egipto. Un grito desgarrador se elevó desde el palacio del faraón, donde su primogénito yacía sin vida. En cada hogar egipcio, desde el más humilde hasta el más noble, el lamento se extendió como una ola. El clamor era tan grande que parecía que la tierra misma gemía bajo el peso del dolor.
En el palacio, el faraón, con el rostro pálido y los ojos llenos de horror, llamó a Moisés y a Aarón en medio de la noche.
—¡Levántense y salgan de en medio de mi pueblo, ustedes y los hijos de Israel! —gritó, su voz temblorosa—. Vayan y sirvan al Señor, como han dicho. Tomen también sus ovejas y sus vacas, como han dicho, y váyanse. Y bendíganme también a mí.
Moisés y Aarón no dijeron nada. Sabían que el tiempo de la liberación había llegado. Los israelitas, que habían estado listos desde el anochecer, comenzaron a reunir sus pertenencias. Con prisa pero con orden, salieron de Egipto, llevando consigo los tesoros que los egipcios les habían dado, tal como el Señor había prometido.
El amanecer encontró a los israelitas en camino, libres por fin después de siglos de esclavitud. Atrás quedaban las tierras de Egipto, donde el lamento por los primogénitos aún resonaba. Delante de ellos, el desierto y la promesa de una tierra que fluía leche y miel. Moisés, al frente del pueblo, levantó su rostro hacia el cielo, agradeciendo al Señor por su fidelidad y poder.
Así, con mano fuerte y brazo extendido, el Dios de Israel había demostrado que no hay poder en la tierra que pueda resistirse a su voluntad. Y aunque el camino por delante sería difícil, el pueblo de Israel sabía que el Señor, su libertador, iba con ellos.